La estridencia mediática
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Les platico: Dudé entre ese título y el de “efluvios tóxicos de los extremos beligerantes” para mi columna de hoy.
Siete horas de vuelo al lado de un extranjero copiosamente informado de lo que ocurre en México, son suficientes para pedir una beca en el más próximo centro de rehabilitación neuronal.
Primero, la ofensa atenuada por la suavidad del francés natal de mi interlocutor: “¿Cómo pudieron haber elegido a un presidente como el que tienen?”
Y mi respuesta que forma parte de mi equipaje textual cada vez que salgo de la tierrita: “No te sabría decir, porque yo no voté por él, pero conozco a algunos que sí, y si estás vacunado contra el suicido inducido, te paso sus números de celular para que ellos te expliquen”.
Después, la arenga de quienes se dicen informados por los referentes mundiales del mass media: “Hagan algo, pronto, porque López Obrador lleva a México directo al desfiladero”.
En seguida, la infaltable referencia histórica: “Yo creo que con el PRI y el PAN no estaban tan mal; al menos los presidentes de esos partidos no presumían de ser químicamente puros, como éste”.
Y la última, antes de que la eficiente sobrecargo captara a mi décimo intento las señales aerostáticas que le enviaba implorando su ayuda:
“Eso les pasa a ustedes por ser tan displicentes y ajenos a la vida pública. Ustedes los mexicanos para todo le piden ayuda a la virgen y si ésta se voltea para otro lado, creen que va a bajar del cielo el redentor para sacarlos del infierno y llevarlos al paraíso”.
Después de esto, me engullí una cena que me supo a una de las glorias que invocaba mi compañero de fila y comí más lento que el más lento de los pronunciamientos doctrinarios que el señor presidente endilga de lunes a viernes a la masa informe y babeante de anestesiados seguidores que tiene.
Acto seguido, saqué de mi mochila mi vetusta edición DEBOLSILLO de “Adiós a las armas”, del malogrado Ernest Hemingway, y me sumergí en una lectura profunda y pacíficamente reparadora, a pesar del bélico tema del Nobel norteamericano.
Mi compañero se movía inquisitivamente hacia mi lado como queriendo tener su segunda oportunidad y las mismas 10 yardas por avanzar, a pesar de que me aseguré de poner de por medio todo el espacio posible.
Como él leía en tablet -o al menos simulaba hacerlo- la luz de su pantalla le daba en la madre a mis pueriles intentos de concentración.
No pude más y cerré mi libro y en seguida mis ojos, pero antes, el que durante dos horas se esmeró en demostrarme que era el pasajero más copiosamente informado de ese vuelo, hizo que me derrumbara con su postrera pregunta:
”Disculpa, no pude resistir la tentación de leer el nombre del autor de tu libro. ¿Puedo hacerte una pregunta?”
”Claro”, le espeté, fingiendo un amodorramiento que hubiera matado por realmente sentir:
”¿Quién es ese Ernest Hemingway?”
CAJÓN DE SASTRE
”La información adulterada, hubiera titulado yo a este artículo”, remata la irreverente de mi Gaby.