La sosegada vida de las poblaciones del norte de la Nueva España se vio turbada aquel mes de septiembre del año 1810. Se tuvieron noticias alarmantes de que un cierto cura apellidado Hidalgo había convocado en el pueblo de Dolores a una sedición. Se hablaba de una turba levantisca de amotinados que andaba revolviendo el reino de Su Majestad.
Tuvieron confirmación esas noticias cuando don Manuel Santa María, caballero de la Orden de Santiago, gobernador del Nuevo Reino de León, recibió en la Ciudad Metropolitana de Nuestra Señora de Monterrey un despacho urgente firmado por el mismísimo don Félix María Calleja, mensaje que a la letra decía así:
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“Habiéndose manifestado en la villa de San Miguel el Grande, y en el pueblo inmediato de Dolores, una insurrección popular con señales de terrible trascendencia a otros lugares del Reyno... prevengo a Vd. que inmediatamente que reciba esta orden que le despacho por espreso, mande reunir, montar y armar los doscientos cincuenta hombres de las milicias de esa Provincia y las haga poner luego en marcha para esta Capital...”.
El señor gobernador Santa María contestó de inmediato a don Félix para decirle que procedía ya a cumplir sus órdenes. Le informaba, sin embargo, que había una dificultad para reunir tropas en el Nuevo Reino de León: “Este tiempo de feria -le decía- tiene despoblados los parajes. Las gentes todas están en el Saltillo, a donde se dirigen todos para el sustento anual de sus familias...”.
Con eso se ve la importancia tan grande que tenía la feria de Saltillo en los años de la mal llamada Colonia. Tan importante era esa feria que hasta el obispo nuevoleonés, don Primo Feliciano Marín de Porras, se hallaba en esos días en nuestra ciudad descansando de las fatigas de su ministerio. Hubo necesidad de hacerle llegar hasta acá la noticia de que circulaba en Monterrey un manifiesto firmado por Ignacio Aldama, en el cual se convocaba a todos a la rebelión contra “aquéllos que han dominado a los criollos en la más dura esclavitud hasta el día”. Como el Gobernador temía que no fuesen suficientes los castigos terrenales que él había ordenado en contra de quienes pasasen de mano en mano aquel escrito, suplicaba al señor Obispo que contuviese a los revoltosos “imponiendo la pena espiritual de excomunión mayor ipso facto incurrenda, contra los que propaguen, lean, retengan y no entreguen la tal proclama en el término de seis días”.
Así lo hizo el Obispo. Pero ni a él ni al Gobernador Santa María hicieron caso los saltillenses. Se sumaron a la insurgencia; combatieron acérrimamente a quienes en nombre del Virrey los habían gobernado. Cuando Hidalgo, Allende, Jiménez y los suyos llegaron a Saltillo fueron recibidos aquí con afecto y hospitalidad.