La fiesta del chivo en cristalería
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Tenemos por presidente (con minúscula) a un individuo esencialmente imbécil; a un individuo de ocurrencias, no de ideas; a un tipo locuaz, más parecido al monarca lémur de la saga de dibujos animados Madagascar, y menos, mucho menos, al prototipo de gobernante deseable en el mundo complejo de nuestros días.
Andrés Manuel López Obrador es la condensación humana de la parábola del chivo en cristalería: un rumiante para el cual toda superficie con capacidad de reflejar las imágenes constituye una invitación para arremeter, dar coces e intentar destruirla.
Para todos tiene. Contra todos puede. Su pretendida superioridad moral le alcanza para arrogarse todas las mañanas, desde el púlpito de su servicio religioso tempranero, el derecho a emitir juicios sumarios y lapidar a quien no le rinde culto o le es útil como enemigo.
Esta semana le tocó a las universidades del país. Y como advierte con sabiduría la voz popular, la perra demostró ser brava mordiendo incluso a los de casa: nuestro Perseo de pantano tuvo hasta para su alma mater, la Universidad Nacional Autónoma de México.
Fiel a su estilo victimista, según el cual las cosas podrían funcionar mejor pero no ocurre así debido a la perversidad de sus adversarios, el Iluminado de Macuspana sumó el jueves un culpable más a la ya muy larga lista de justificantes para su incompetencia: las instituciones de educación superior.
“Afectaron dos generaciones (los neoliberales), en las universidades públicas, hasta la UNAM se volvió individualista, defensora de estos proyectos neoliberales, perdió su esencia de formación de cuadros, de profesionales para servir al pueblo”, dijo el jueves durante la homilía palaciega.
La generalización, como se sabe, implica un error por regla general. Y cuando esta viene de un individuo cuya principal característica es la minusvalía intelectual, pues no se requiere argumentar demasiado para probar el acierto detrás del señalamiento.
Y no estoy planteando con esto la imposibilidad de criticar a las universidades y, entre ellas, a la UNAM. Señalo solamente lo obvio: López Obrador es un narcisista con esteroides, lo cual se traduce, entre otras cosas, en una necesidad insaciable de aplausos, de reconocimiento y de quema de incienso.
Por eso ha incluido a la UNAM -así, en abstracto y sin matices- en el costal de quienes han trasmutado en enemigos... porque no se dedican todos los días a rendirle culto.
Pero un dato basta para evidenciar la pobreza intelectual y el resentimiento desde el cual se incuba la crítica pejelagartiana al sistema universitario: ¿cómo no va a criticar a las universidad un individuo a quien le tomó ¡14 años! concluir una miserable licenciatura?
Imagínese nada más: antes de llegar a UNAM, nuestro Rey Julien del manglar había pasado 12 años en las aulas (6 de la primaria, 3 de la secundaria y 3 de la prepa). Pero la última etapa de la formación académica le tomó 14... no sería por ser particularmente brillante.
Toda proporción guardada, este episodio coloca a López Obrador al lado de Haile Selassie, el déspota etíope a quien el inmortal Ryszard Kapuscinski retrató de forma espléndida en El Emperador.
En mi opinión algo similar terminará ocurriendo en nuestro caso y la historia del déspota de Macuspana terminará siendo escrita para ubicarse en los estantes al lado de libros escritos por Kapuscinski, Mario Vargas Llosa y Augusto Roa Bastos, entre otros, dedicados a la (triste) memoria de quienes aguardan a López Obrador en el basurero de la historia.
Para fortuna colectiva, y a diferencia de Selassie, Trujillo y García Rodríguez nuestro chivo en cristalería solamente podrá dedicarse a tirar coces y embestirlo todo por seis años... de los cuales ya faltan menos de tres.
¡Feliz fin de semana!
@sibaja3
carredondo@vanguardia.com.mx