La Hechicera me hechizó

Opinión
/ 3 octubre 2025

En ‘La Hechicera’ conocí a quienes hoy son mis amigos entrañables y mis maestros más influyentes

Hay imágenes que se quedan grabadas para siempre en la memoria. La mía, cuando pienso en Mérida, Venezuela, es muy clara: yo, sentado en un balcón del campus “La Hechicera” de la Universidad de Los Andes, con las piernas colgando hacia el vacío y los brazos apoyados en un barandal metálico azul, contemplando el espectacular paisaje de los Andes venezolanos. Ese balcón se volvió mi lugar de refugio y de reflexión: un espacio sencillo, pero cargado de sentido.

Viví en Mérida de 2001 a finales de 2005. Como en toda vida, hubo días hermosos y otros muy difíciles, pero casi siempre encontraba un momento para subir a “La Hechicera” y dejarme envolver por el aroma del “verde de montaña”, el aire fresco y el silencio apenas interrumpido por los ruidos lejanos de la ciudad. Aquella universidad, ubicada en una zona alta de Mérida, se convirtió en el escenario donde aprendí que los viajes más importantes no son los que nos llevan a otros países, sino los que nos conducen hacia nosotros mismos.

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Uno de mis recuerdos más vívidos está en el enorme patio central del edificio. En medio de aquel cuadrado de concreto funcionaba un pequeño cafetín donde, entre clase y clase, nos reuníamos mis compañeros y yo a tomar un vaso de té frío acompañado de un “pastelito”, como llaman en Venezuela a unas empanadas redondas rellenas de carne o queso. Esos momentos sencillos se convirtieron en ritual: entre sorbos y bocados, conversábamos sobre lo que acabábamos de estudiar, intentando emular —a veces con más entusiasmo que claridad— la lucidez de nuestros maestros.

Las clases eran en sí mismas una aventura intelectual. Eran seminarios rigurosos en los que nos sumergíamos en los textos básicos de la Sistemología Interpretativa y en sus influencias filosóficas: Heidegger, MacIntyre, Foucault. Muchos de esos materiales estaban en inglés, lo que me puso una cuesta empinada al inicio. Pero aquel obstáculo terminó siendo parte esencial de la experiencia: sobrevivir en el Centro de Investigaciones en Sistemología Interpretativa implicaba mucho más que aprobar exámenes; era una prueba de resistencia intelectual y personal.

$!FOTO: MIGUEL CRESPO

La vida diaria también tenía su propio sabor de aventura. Para llegar desde Glorias Patrias a “La Hechicera” debía “subir”, como se dice coloquialmente en Mérida cuando uno va desde la parte baja de la ciudad hacia sus zonas más elevadas. A veces tenía la fortuna de hacerlo en un autobús de la Universidad; otras, debía ingeniármelas para viajar colgado en la puerta de una “buseta”, esas pequeñas unidades de transporte colectivo que iban siempre repletas. Aquellos trayectos, con el viento en la cara y el bullicio de los pasajeros, eran parte inseparable de esa tardía vida estudiantil que me tocó vivir a mis treintas.

En “La Hechicera” conocí a quienes hoy son mis amigos entrañables y mis maestros más influyentes. Allí viví mis mayores logros académicos y también mis tropezones más duros. En ese balcón azul, en más de una ocasión, sentí el deseo de abandonar todo y dedicarme a otra cosa. Pero el cobijo de mis amigos verdaderos y el desafío intelectual de la Sistemología Interpretativa me sostuvieron y me hicieron crecer, no sólo en lo académico, sino en lo esencial: la vida misma.

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Hoy suelo decir que mi existencia tiene una “prehistoria” —lo que ocurrió antes de Venezuela y de la Sistemología Interpretativa— y una “historia” que comenzó en esos años maravillosos. Y no fueron maravillosos por ser fáciles ni cómodos. Todo lo contrario: me desafiaron al máximo, y en ese reto encontré, por fin, una verdadera vocación.

Por eso, cada vez que vuelvo a Mérida en la memoria, vuelvo también a ese balcón azul. Aquel lugar sencillo, suspendido entre el vacío y las montañas, fue mi aula más importante. Allí, siendo extranjero, pude encontrarme a mí mismo. Allí aprendí que “La Hechicera” no sólo es un campus universitario: es el sitio que me hechizó para siempre.

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