Pese a todo, la ley es la premisa necesaria para una convivencia en civilidad. Nunca el país −gobierno y sociedad− se ha entendido bien con la legalidad. Históricamente en nombre de la ley se ha abusado y quienes tienen más poder la han utilizado en su beneficio. Sin embargo, la ley es la mejor fórmula para contener el abuso y para ello están los jueces, los procedimientos legales y la capacidad de litigantes con ética profesional y sentido de compromiso social.
Como nunca, en este gobierno las autoridades y la mayoría legislativa han abusado del poder. La asumida superioridad moral del proyecto político en curso no les da para entenderse con la legalidad, a la que ven como un instrumento del adversario, especialmente cuando no les favorece. El Presidente no previó que en la elección intermedia los suyos perderían espacio en las Cámaras, alejando del horizonte la posibilidad de reformar la Constitución con una perspectiva unilateral. Apostó a que el PRI votaría su proyecto; no ocurrió así a pesar de que, en su cúpula de la Cámara de Diputados, existe colaboracionismo; no en el Senado y menos en los priistas, quienes ven cómo se diluye el proyecto partidista por sus malos gobernantes y peores dirigentes.
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López Obrador encontró una fórmula para avanzar en su proyecto y utilizó su mayoría legislativa para aprobar cambios legales, clara y evidentemente inconstitucionales, alentado por una Corte parcialmente capturada por el gobierno. Así, la ley de la industria eléctrica, inconstitucional, no pudo ser declarada como tal porque no se dieron los votos suficientes en el Pleno de la Corte. El precedente propició la proliferación de proyectos legislativos inconstitucionales. La soberbia y desplantes presidenciales llevaron a descuidar el cumplimiento del proceso legislativo, de manera tal que buena parte de las reformas aprobadas por el oficialismo también son impugnables por la ilegalidad en que fueron aprobadas.
Para López Obrador la batalla mayor debe darse contra la Corte, como antes fue contra el INE, de ahí lo desmesurado de las palabras y actitudes hacia el tribunal y los ministros. El INAI es otro caso, y tiene que ver con el miedo de que la información documente la corrupción en el Gobierno y, particularmente, en la obra pública, mucha a cargo de las fuerzas armadas. Se trata de blindar al Gobierno y a los constructores militares de la rendición de cuentas y del imperio de la legalidad.
Nunca se había visto un desprecio a la ley explícito por parte de un presidente y del grupo gobernante. Las sentencias de los tribunales son ignoradas, como también las determinaciones o prevenciones de los jueces para hacer valer la Constitución. De la socarronería se ha pasado al desplante y al desafío público y abierto, como lo hizo el senador César Cravioto, quien en la Comisión Permanente cuestionó la autoridad de un juez para que el Senado cumpla con su responsabilidad constitucional de realizar los nombramientos para que el INAI pueda operar. Ciertamente, se trata de impedir la operación de una de las instituciones más relevantes para la rendición de cuentas y fundamental para prevenir, identificar y sancionar la corrupción. Su virtual desaparición no es postura personal o aislada, es la consigna del régimen.
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Las elecciones de Coahuila y la del Estado de México dan cuenta de la parcialidad de las autoridades, empezando por el titular del Ejecutivo. Ni en el periodo de reflexión se pudo respetar el obligado silencio de las autoridades respecto a lo político electoral. Con regocijo se dijo que habrá de darse la continuidad con cambio; esto es que el mismo proyecto político habrá de prevalecer. El Presidente invocó las encuestas, y si eso hizo el viernes previo a la elección, habrá que estar preparados para las elecciones de 2024 con la menor falta de contención ante las autoridades electorales, incapaces de hacer valer la ley y sancionar a quien la incumple.
Por el precedente, el desdén a la ley y la afrenta a los órganos obligados de hacerla valer será el signo de lo que viene.