La luz es para todos

Opinión
/ 26 agosto 2025
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Confieso que, de tiempo en tiempo, disfruto ver películas que estuvieron en las carteleras hace mil años. El fin de semana gocé una de ellas, me refiero a la película “La luz es para todos” (Genteleman´s Agreement) donde el legendario Gregory Peck, con su porte sobrio y su mirada cargada de integridad, encarna a un periodista que decide asumir una identidad judía para experimentar en carne propia lo que significa ser objeto de prejuicios.

No es casual que fuera él, un actor asociado con la rectitud moral, quien diera vida a este personaje. Años más tarde, Peck encarnaría con fuerza inolvidable a Atticus Finch en Matar un ruiseñor, el abogado íntegro que se levanta contra el racismo y la injusticia en un pequeño pueblo del sur de Estados Unidos.

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ENEMIGO ÍNTIMO

La película, de 1947, se desarrolla en un Estados Unidos que acababa de derrotar al nazismo, pero que mantenía dentro de sus fronteras un antisemitismo cotidiano, elegante, disfrazado de cortesía.

El enemigo no aparecía ya en campos de concentración, sino en recepcionistas que decían no tener habitaciones, en clubes exclusivos que inventaban excusas, en sonrisas que rechazaban con educación. Era una exclusión silenciosa, pero no por ello menos hiriente.

Siendo el periodismo del protagonista una vocación de verdad que solo puede cumplirse desde la intemperie, Gregory Peck comprende que no basta con entrevistar o recopilar cifras, que la distancia del observador nunca revela la herida verdadera.

Decide entonces vivir como judío, sentir en su piel la mirada desconfiada, la puerta cerrada, la humillación apenas velada. Su decisión no es un experimento de laboratorio, sino un acto ético: se trata de encarnar la injusticia para poder nombrarla con autoridad moral. Viviendo en carne propia las consecuencias que llegan a afectar incluso a su pequeño hijo.

CÓMPLICES

Esa es quizá la primera enseñanza del filme: la verdad nunca se descubre desde la comodidad, sino desde el riesgo de la experiencia.

Hannah Arendt lo diría de otra manera: el paso de la mera opinión a la acción política se da cuando alguien decide exponerse, dejar de contemplar y entrar en la arena donde la dignidad del otro se juega en serio.

La historia no retrata únicamente a los abiertamente prejuiciosos, sino también a los cómplices silenciosos.

En este sentido, la figura de la prometida del protagonista resulta esencial. Ella no comparte el antisemitismo, pero tampoco está dispuesta a enfrentar el costo social de desafiarlo. Prefiere callar, acomodarse, no incomodar a su círculo. Su silencio la delata.

Allí se revela lo que Arendt llamó la banalidad del mal: la injusticia no necesita solo fanáticos, también requiere de tibios que, por miedo a perder su comodidad, se convierten en piezas que perpetúan el engranaje de la exclusión.

Viktor Frankl, que conoció el infierno de los campos de concentración, escribió que la cobardía frente al sufrimiento ajeno es una traición a uno mismo, porque despoja a la vida de sentido.

La prometida, en su aparente neutralidad, encarna precisamente esa traición, esa forma elegante de complicidad.

EMPATÍA

El periodista, en cambio, asume la valentía de ponerse en los zapatos del otro. No basta hablar de discriminación; hay que padecerla para comprender su peso.

En esa encarnación se encuentra la enseñanza más profunda de la película: la empatía no es un sentimiento blando ni una emoción pasajera, sino una experiencia radical que transforma a las personas y las impulsa a enfrentar toda forma de hostilidad y de abuso contra la integridad humana.

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La empatía auténtica exige dejar la seguridad de la propia identidad para habitar, aunque sea por un tiempo, la vulnerabilidad del otro. Es decir, la responsabilidad hacia el otro no se elige, sino que nos precede.

El protagonista, enfrentado a la hostilidad disfrazada de cordialidad, descubre esa verdad: el ser humano está llamado a hacerse cargo del otro, y no hacerlo es una negación de su propia humanidad.

OMNIPRESENCIA

Aunque la trama se sitúe en la década de los cuarenta, su vigencia resulta innegable. Hoy los rostros de la discriminación cambian, pero los mecanismos son los mismos: en Estados Unidos, el racismo hacia afrodescendientes o migrantes latinos reproduce con otras palabras el mismo guion que la película denuncia. En Europa, el rechazo a los refugiados se disfraza de miedo cultural.

En México, el clasismo que humilla al pobre, el racismo hacia los pueblos originarios o la desconfianza hacia los migrantes centroamericanos que cruzan el país rumbo al norte, repiten la misma lógica de exclusión.

La película no pertenece al pasado; es una advertencia permanente que obliga a reconocer que la tentación de negar al otro la luz de la dignidad, se oculta en cada sociedad y en cada época y, tal vez, también se anide en lo más profundo de cada uno de nosotros.

PARÁBOLA

La obra también resuena con la voz de pensadores que nos enseñaron a mirar la condición humana sin disfraces: Bauman advierte que los prejuicios no mueren, sino que se transforman en nuevas formas más sutiles y aceptables, camufladas de normalidad.

Adela Cortina, por su parte, afirma que el verdadero desafío ético de nuestro tiempo es superar la aporofobia, ese rechazo al pobre y al vulnerable, el más silencioso y extendido de los desprecios, porque desnuda la raíz de una sociedad que no mide a las personas por su dignidad, sino por lo que poseen.

Al contemplar la película a la luz de estas enseñanzas, comprendemos que no es solo un drama sobre el antisemitismo, sino una parábola sobre la fragilidad moral del ser humano y su capacidad para perpetuar la injusticia con una sonrisa en los labios.

El título mismo funciona como sentencia moral. Decir que la luz es para todos significa afirmar que la dignidad no admite excepciones. Negarla a alguien por su origen, por su fe, por sus preferencias, o por su condición social es oscurecer a la humanidad entera.

No hablamos de tinieblas abstractas, sino de esas sombras que se deslizan en lo cotidiano: la burla disfrazada de broma, el machismo disimulado, la desconfianza hacia el migrante, la exclusión de una mujer que se atreve a levantar la voz, el desprecio hacia un indígena en su propia tierra. Allí se libra la verdadera batalla entre la luz y la oscuridad.

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Por eso José Antonio Marina señala que la ética no es un discurso solemne, sino el arte de vivir bien con los demás. Y ese arte exige valentía, porque significa renunciar al confort del silencio y encender una lámpara para iluminar con la verdad y la acción valiente para alcanzar una digna convivencia social, aunque esto incomode a quienes se han acostumbrado a la penumbra y la hipocresía.

PARA TODOS

Peck nos lega en este personaje más que un rostro cinematográfico: nos entrega un símbolo; el periodista que se atreve a encarnar el dolor del otro, y nos recuerda que la igualdad no se conquista con proclamas abstractas, sino con gestos concretos y con la disposición de arriesgar la propia comodidad.

La historia de la humanidad es, en buena medida, la lucha entre la sombra del prejuicio y la claridad de la dignidad. Cada generación – cada persona - debe elegir de qué lado está: callar para convertirse en cómplice de la penumbra, o arriesgarse a encender la luz que pertenece a todos.

Porque la luz no es patrimonio de una élite: es la condición primera de lo humano. Y cada vez que olvidamos esta verdad, cada vez que justificamos un gesto de exclusión o un silencio cómplice, volvemos a “encender” las tinieblas que creíamos superadas.

TAMPOCO...

La película nos convoca a reconocer que la luz, en efecto, es para todos. Nos recuerda que la responsabilidad no es ajena ni delegable, sino profundamente personal: no basta con pronunciar discursos contra la injusticia, denunciar los abusos o lamentar la discriminación que abruma y hiere a nuestro país.

Tampoco basta con indignarse ante la corrupción, el cinismo y el dispendio de innumerables políticos y gobernantes que, pensando solo en lo suyo, pretenden devolvernos a la selva donde el fuerte devora al débil.

La verdadera tarea es actuar en consecuencia, encender la lámpara de la dignidad con nuestros gestos diarios y sostenerla firme, precisamente hoy, cuando la penumbra social, intenta imponerse.

Porque si callamos, contribuimos a la oscuridad; pero si nos atrevemos a ser luz, aunque incomode, a propios y a extraños, abrimos un horizonte donde la justicia deja de ser un ideal distante para convertirse en la esencia de lo humano.

cgutierrez_a@outlook.com

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