La Navidad que viene
Tengo mi propia liturgia navideña. Mis padres me hacían regalos ansiosamente esperados, pero ahora entiendo que lo mejor que me regalaron fue la Navidad misma
Señoras y señores: he aquí que tengo 8 años de edad.
Risu teneatis, amici. Eso quiere decir: “Amigos, contened la risa”. Bastantes años tengo ya, no sé si bien vividos, pero sí sé que bien gozados. Sólo que estos son los días de la Navidad, y la Navidad es para mí, si no la fuente de la juventud eterna, que eso es lo de menos, sí la fuente de la eterna niñez, que eso es lo de más.
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En estos días yo, que he dejado de creer hasta en la Ley de la Gravitación Universal, vuelvo a creer en la Navidad. Tengo mi propia liturgia navideña. Mis padres me hacían regalos ansiosamente esperados, pero ahora entiendo que lo mejor que me regalaron fue la Navidad misma, pues me enseñaron a amarla y a sentirla. Yo rezaba el rosario en las posadas aun antes de saber hablar. Uno de los primeros recuerdos de mi vida es el estallido de risa jubilosa que llenó la sala cuando mamá Lata, mi abuela materna, dijo al rezar la letanía: “Reina de los profesores”, en vez de “Reina de los confesores”.
Llega esta temporada y yo saco mis discos de Navidad: villancicos de Bernal Jiménez y Silvino Jaramillo; el coro monumental de los mormones; las canciones de Bing Crosby; la Escolanía de Montserrat; “El Mesías” de Haendel; los motetes de Bach; “El Cascanueces”; “Hansel y Gretel”; “Amahl y los Visitantes Nocturnos”... También aquellos discos LP que hace muchos, muchos años hizo grabar la Good Year Oxo como regalo a sus clientes.
Asisto con mirada de crítico de arte al ritual de poner el pino y el Nacimiento. El pino que ponemos en mi casa −que es la tuya− es siempre un pino heroico. Carga en sus ramas el contenido de un camión de mudanzas. Están las esferas coloridas; las mil figuras −mi favorita es la de un angelillo niño metido en una cáscara de nuez, agarrado con ambas manos a los bordes y deslizándose con expresión de susto por una pendiente imaginaria−; las estrellas, cometas, y toda una astronomía de astros no identificados; focos de tres clases: de los que prenden, de los que prenden y apagan, y de los que no prenden...
Abajo, el nacimiento es todavía más heterodoxo. Conviven (gracias al Nacimiento todos podemos convivir) figuras de plástico que costaron medio dólar en el viejo Kress de Laredo, con otras de Lladró adquiridas en Macy’s de Nueva York, o de cerámica del Buen Retiro compradas en “El Corte Inglés” de Madrid. Lo mejor, sin embargo, son las cosas mexicanas. Porque la Navidad es hermosa en todo el mundo, pero en México más. Hay tesoros de Tonalá y de Tlaquepaque; hermosuras imponderables de Uruapan; maravillas traídas de Oaxaca; prodigios diminutos de palofierro que hallé en Bahía Kino; figuritas de ónix queretano; inverosímiles árboles de Metepec; estambres de los huicholes; filigranas venidas de San Cristóbal de las Casas, cajitas de Olinalá que se abren y huelen a la mirra que ofrendó Baltasar...
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Tengo un bello ejemplar antiguo del “Cuento de Navidad” que escribió Dickens. Lo releo cada diciembre por estas fechas. Y en familia leemos, cuando llega el gran día −la gran noche−, la más hermosa narración que jamás se ha escrito: “... Y aconteció en aquellos días que salió edicto de parte de Augusto César, que toda la tierra fuese empadronada...”. El relato lo escribió un médico, el evangelista Lucas, y yo lo leo en mi Biblia protestante de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. Versión castellana mejor que ésa no conozco.
Así celebro en mi casa, que es la tuya, esta Navidad que ya se acerca. Así espero seguirla celebrando hasta que llegue mi propia Navidad, que ya se acerca también.