La otra Adelita

Opinión
/ 14 julio 2024

He recogido trozos de la interesante autobiografía que escribió el general Crescenciano López Zuazua, descendiente de don Juan Zuazua, gran soldado de la República nacido en Lampazos, Nuevo León. Lampacense como su abuelo, don Crescenciano fue maderista primero y −cosa rara− carrancista después. Digo cosa rara porque maderistas y carrancistas no se podían ver, lo que fortalece la tesis de quienes afirman que tarde o temprano, quizá más temprano que tarde, el Varón de Cuatrociénegas se habría levantado contra el Apóstol de la Democracia. En los términos de esa arriesgada tesis la fatal intervención de Huerta salvó a don Venustiano de hacer sus veces. Sin embargo, en cosas de Historia no tiene aplicación la palabra “hubiera”, de modo que debemos hacer a un lado tan tremenda hipótesis.

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López Zuazua nos habla en sus memorias de una mujer cuyo nombre, hasta donde sé, no ha aparecido en ninguna otra crónica de la Revolución. Leamos ese fragmento del relato y añadamos un nombre más a la larga lista de las mujeres mexicanas que pusieron su vida en riesgo por defender un ideal:

“...Antes de nuestra llegada a Celaya, Gto., en el mes de diciembre de 1914, poco después de medio mes, en nuestra ruta de Valle de Bravo a Celaya hacíamos caminatas de día y de noche y dormitábamos y dormíamos encima de nuestros caballos y monturas y cuando las noches eran obscuras, creíamos que íbamos detrás de nuestra columna y eran algunas mujeres que se dormían y dejaban a sus caballos andar a su gusto y no caminaban al paso de los de adelante, y como veíamos bultos de personas movilizadas o caballos suponíamos que eran soldados de la columna.

“Con este motivo expresé yo el deseo de que todas las mujeres de los soldados o de los oficiales caminaran siempre a la retaguardia de la columna, y en particular de mi Regimiento, pues nos hacían estorbo y teníamos que apurarnos al trote de nuestros animales y al galope algunas veces para incorporarnos al grueso de la columna.

“Como se diera cuenta de mis expresiones una señora llamada Leonor, no recuerdo si de apellido Dimas, vino a decirme que ella no creía estorbar, y me ofreció ir como abanderada del Cuerpo.

“Se lo concedí y entraba a pelear a la cabeza de nuestra gente, con la bandera desplegada en la mano izquierda, su 30-30 en la derecha echando bala y apoyándose en la izquierda y en el palo de la bandera, llevando siempre sus dos carrilleras terciadas en su cuerpo, cruzadas.

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“Esta muchacha era de Toluca, México. Joven, chaparrita, blanca chapeada y bonita, después de alguna acción de armas, al hacer alto nuestras fuerzas, atendía a su esposo con sencillez, cumpliendo con sus deberes de cocinar, etc., sin hacer ostentación de su valor en los combates, ni presumir de hembra brava.

“Siempre la recordaré y ojalá viva todavía, pues le di Certificado con el fin de conseguir una justa y merecida pensión que no sólo mereció por ser la viuda del teniente Dimas, sino porque le reconocíamos más valor a ella en la pelea que a su esposo”.

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