El último amor de Simon Bolivar
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Según es bien sabido Bolivar es un hombre de guerra. No está ahora en el frente de batalla: cuida un puesto remoto de gran importancia militar en el norte. Con sus hombres sufre el intenso frío del invierno. Pero es fuerte Bolivar, y gusta de hacer demostraciones de su fortaleza: mientras los soldados se pasan las horas en la barraca, tiritando frente al fuego, él anda fuera en mangas de camisa. Si una gélida lluvia lo ha mojado deja que la ropa se le seque en el cuerpo. Dice que es la mejor manera de no enfermar de fiebre.
Hace tiempo Bolivar fue atacado por un oso. Lo esperó a pie firme, y cuando el animal se irguió para lanzarse sobre él le hundió en el corazón la bayoneta de su rifle. Hizo curtir su piel y ahora la usa de cobija.
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En cierta ocasión sucedió algo que rompió la implacable rutina de aquella guerra sin guerra. Un grupo de artistas fue llevado al lejano campamento a fin de que divirtiera por algunas horas a los soldados. En el grupo venía una joven muy bella, dueña de expresivo rostro y de unos ojos capaces de decir más que sus labios. Al terminar la función Simon se acerca a la muchacha y la invita a tomar un café.
Al día siguiente ella se va. Y él se queda, naturalmente. Ni ella ni él saben que no se volverán a ver jamás. Un día Simon le escribe una carta. Tiene la certidumbre de que ella no le contestará: la vida de las artistas es tan ajetreada. Además sólo se vieron una vez, y hablaron apenas media hora. Pero le escribe aquella carta y le cuenta las pequeñas cosas de su vida de militar. Ni siquiera le dice que se siente solo. Quiere nada más que la muchacha sepa que con su compañía le dio la media hora más bella de su vida.
Un mes después, para sorpresa de Bolivar, llega la contestación. Ella lo recuerda con afecto, le pide que le siga escribiendo. Y él lo hace, y empieza un intercambio de misivas. Se cuentan su vida el uno al otro; hacen planes para encontrarse cuando las cosas vuelvan a la normalidad. La correspondencia se hace cada día más frecuente; llega a ser cotidiana. Ninguno de los dos termina la jornada sin escribirle al otro la esperada carta. Ella le habla de su trabajo:
“... Tomo lecciones de canto y de baile. Aprendo canciones y danzas folklóricas de mi país, y toco el piano con persistencia que ya desespera a mis vecinos...”.
Por su parte él le describe la monotonía de la vida en aquel alejado campamento:
“... El frío aprieta; siempre ando calado hasta los huesos. Por fortuna parece que pronto nos van a destinar a un lugar más cálido...”.
Lo transfirieron, en efecto, con sus hombres. Aquel lugar más cálido se llamaba Okinawa. Ahí, el 18 de junio de 1944, el general Simon Bolivar Buckner, comandante del Décimo Ejército de los Estados Unidos, fue muerto por una granada japonesa.
Cuando la muchacha recibió el aviso de su muerte lloró mucho.
-Estaba dispuesta a amarlo cuando volviera de la guerra -le contó a una amiga-. Y estoy segura de que él me amaba ya. Jamás me lo dijo en sus cartas, pero yo lo sabía.
Esa muchacha se llamaba Ingrid Bergman, una de las más grandes artistas de Hollywood, el último gran amor de Simon Bolivar... Simon Bolivar Buckner, militar de la Segunda Guerra... Su padre, estudioso de la historia de América, lo bautizó con ese nombre porque admiraba al héroe que murió pensando que había arado en el mar. Quizá tenía razón. En todas las cosas de la vida es muy difícil no arar en el mar.