La performatividad en el espacio público
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El concepto performatividad fue introducido por el filósofo inglés John Langshaw Austin (1911-1960), en su libro “How to Do Things with Words” (Cómo hacer cosas con palabras), donde aborda conceptos como enunciados performativos y actos del habla.
Lo que J.L. Austin propone, básicamente, es que el lenguaje tiene la capacidad de materializar acciones e, incluso, transformar la realidad social. Uno de los ejemplos que usa es el verbo “declarar”, que evidentemente crea una realidad al ser pronunciado por un juez o por un sacerdote en actos solemnes.
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Así, desde una perspectiva más compleja, el uso de ciertas construcciones lingüísticas puede generar efectos notorios en contextos colectivos.
Más adelante, el filósofo estadounidense John Searle desarrolló la teoría de los actos de habla. En esta se refiere a los “actos perlocutivos”, como los efectos que se producen por decir algo.
Ambas posturas filosóficas hacen patente que, cuando algo se expresa usando el lenguaje con la enunciación y el matiz adecuados, se puede lograr que una idea se convierta en una acción, en una realidad.
Llevemos la performatividad al terreno del urbanismo; al espacio público. Si bien no existe un autor en particular que haya acuñado este término, ya Henri Lefebvre hablaba en su libro “La Producción del Espacio” (1974) sobre que el espacio público es producido socialmente a través de las acciones humanas que le van moldeando.
Es decir, las intenciones de desplazamiento, de disfrute del espacio, de aprovechamiento del entorno moldearán el espacio urbano como si fuera una sustancia maleable, dándole la forma que se adapte a tales intenciones, aun sin siquiera contar con la consciencia de que se está produciendo ese efecto.
Juegan, por ejemplo, un papel importante las “líneas de deseo” en la movilidad peatonal. Estas líneas imaginarias (o hasta marcadas en la superficie recorrida por el constante desplazamiento de personas) nos indican cómo se quiere mover la gente, lo que no siempre coincide con los trazos de andadores o pasos peatonales, que podrían ajustarse a criterios técnicos óptimos, pero no necesariamente a la voluntad funcional de un peatón.
Es común en parques y jardines encontrar andadores flanqueados por áreas verdes que presentan veredas trazadas a fuerza del paso de peatones que han encontrado una mejor ruta para desplazarse que la que busca indicar la infraestructura ahí dispuesta.
Un parque o jardín cuyas áreas verdes no cuenten con estas veredas informales probablemente siguieron la lógica del uso real de quienes visitan y recorren el lugar, más allá de lo que un libro o una guía de diseño pueda indicar.
De esta manera, las acciones de uso, aprovechamiento −e idealmente, apropiación− del espacio público serán las que determinarán la forma y el diseño óptimos, que seguramente se enfrentarán a la necesidad de cambios en un futuro para adaptarse a las nuevas demandas de la cambiante forma de ocupación de este.
Pero existe otra interesante dimensión de performatividad: cuando el espacio público “expresa”, a través de su forma, sugerencias de cómo movernos, de dónde caminar, de cómo disfrutar de un espacio y hasta de desarrollar acciones que nacen intuitivamente en la voluntad de quienes llegan a éste.
Así, un muro cuya altura apenas supere la de las rodillas de una persona adulta, y que cuente con la sombra de un árbol de buen follaje, mandará una señal inaudible, pero claramente perceptible, que invitará a quien por ahí transite a sentarse y descansar un momento.
De la misma forma, una banqueta ancha, con una superficie bien cuidada, sin obstrucciones y con un paisaje agradable, despertará en más de una persona la intención de recorrerla, probablemente sin necesidad de ir a algún lado en particular.
De tal forma, se puede replantear el diseño de un lugar que ha perdido la vitalidad que le da el uso constante de personas, ya sea para desarrollo de actividades, o para el desplazamiento que a través de este se dé.
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Evidentemente, para hacer funcional la nueva propuesta de diseño, esta tiene que surgir de observar lo que hace la gente, de conocer lo que no hace, pero quiere hacer, y lo que hacía, pero ya no hace más. Es decir, la lectura del espacio y de quienes lo hacen suyo al transitarlo o aprovecharlo, será la guía idónea para darle la forma que quiere y aún no tiene; la forma que necesita y tal vez aún no lo sabe.
Poner el espacio público en las manos transformadoras de la voluntad colectiva logrará para nuestras ciudades un futuro posible.
jruiz@imaginemoscs.org