- 22 abril 2024
La viña del Señor; anécdotas sacerdotales de Saltillo y Monterrey
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El padre Jorge García Villarreal, Chapo, inolvidable sacerdote, solía decir en broma que él nada más se llevaba bien con un padre: el Padre Kino. Aludía a la marca de un cierto vino de mesa.
Yo, en cambio, me llevo bien con todos los padres, quiero decir con los sacerdotes de mi iglesia. No trato con muchos, la verdad sea dicha, pero con aquellos con quienes trato tengo muy buen trato. Con ellos platico muy a gusto y aprendo cosas que me edifican, como antes se decía y ahora ya no. (El lenguaje de los eclesiásticos cambia con más frecuencia que el de los políticos. Por ejemplo, en un tiempo se hablaba más de la liberación que de la salvación. Cosas del aggiornamento).
El otro día, en Monterrey, le pregunté a un sacerdote de mucha edad si llegó a conocer al padre Héctor Secondo, jesuita que muchos años estuvo aquí, en el templo de San Juan Nepomuceno. Me dijo que sí lo conoció, y me relató una anécdota que escuchó de labios de aquel bondadoso varón a quien se atribuían milagros.
Era italiano el padre Secondo. Un día, siendo niño, su madre lo llevó a recibir la bendición de un sacerdote sabio y santo. El dicho sacerdote puso la mano en la cabeza del pequeño y le dijo sin más:
-Tú vas a ser sacerdote, e irás a un país muy lejano que se llama Méssico.
Años después el niño, ya joven, sintió la vocación sacerdotal. Se ordenó, y participó como capellán militar en la Primera Guerra. Ahí los gases asfixiantes le dañaron irremisiblemente las cuerdas vocales, de modo que la voz le quedó apagada para siempre. Sus superiores lo enviaron a México, y vino a Saltillo. Aquel sacerdote era el padre Secondo. Quien le profetizó su vocación y su destino fue San Juan Bosco.
De otros sacerdotes me contó anécdotas aquel padre que dije. Me habló de uno de Monterrey que cierto día confesaba en hora de la misa, de modo que el templo estaba lleno. Un adolescente se confesaba, de rodillas frente al padre. De pronto éste exclamó con estentórea voz:
-¿¡Tú hiciste eso!? ¡Qué barbaridad! ¡En toda mi vida de confesor no había conocido caso semejante! No puedo darte la absolución; tendré que consultar mis libros.
Todos voltearon a ver al muchachillo, que en vano trató de ocultar el rostro, avergonzado. Las miradas lo siguieron cuando se levantó, curiosas unas, las otras de reprobación. Pensó la gente que había hecho algo terrible; algo tan tremendo que el sacerdote, con toda su experiencia, jamás había oído. Cuando el chico llegó a su casa ya sus papás sabían por vecinos apresurados y oficiosos lo que en la iglesia había pasado. Llenos de angustia le pidieron que les dijera qué pecado enorme había cometido. Contrito, aplastado por el peso de su culpa, lo reveló el muchacho:
-Tragué pasta de dientes antes de comulgar.
En aquellos años se usaba el ayuno eucarístico, y el confesor no supo en el momento dilucidar si al tragarse aquella pasta el muchacho lo había interrumpido.
En otra ocasión ese mismo sacerdote tenía una junta con las damas de cierta asociación piadosa. Varias se le habían acercado una tras otra mientras hablaba, y en voz baja le preguntaban dónde estaba el baño. Se molestó el cura por tanta interrupción.
-¡Carajo, señoras! −profirió enojado−. ¡Por favor, ya vengan meadas!
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