Las desaparecidas villas lácteas de Saltillo
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“Tiene fácil el sollozo”.
Así decía Darío de un romántico joven que lloraba a la menor provocación.
Yo no tengo fácil el sollozo, pero sí el recuerdo. Con cualquier cosa se me abre el chorro de la recordación. Eso es cosa de la edad, lo sé. Me pasa que no me acuerdo ya de lo que hice la semana pasada, pero sí de lo que hice aquel día −o más probablemente aquella noche− de hace 20, 30 ó 50 años.
Ayer vi una película en mi casa. La trama comenzaba en el presente, y luego retrocedía al antepasado siglo. Esa ventaja tiene el cine, heredada del teatro del romanticismo. Víctor Hugo y sus seguidores se pasaron por el arco del triunfo el viejo principio aristotélico de la unidad del tiempo en la relación dramática. Los autores clásicos disponían de sólo un día para agotar todo el argumento de su obra. Los románticos, en cambio, podían poner: “Primer acto: Hoy... Segundo acto: 10 años después... Tercer acto: En cualquier tiempo”.
Cuando eso comenzó, debo decirlo, muchos espectadores se salían al terminar el primer acto. ¿Quién iba a esperar una década a que siguiera el segundo? Pero poco a poco aquella libertad acabó por imponerse. Yo actué en obras cuyo autor escribía en el libreto: “Primer cuadro. Escena primera: En el presente. Escena segunda: En el futuro, o sea después. Segundo cuadro. 50 años antes de empezar la segunda escena del primero. Tercer cuadro. Cualquier instante de la eternidad”.
Ayer vi en mi casa una película, dije, y apareció de pronto una escena en que el protagonista iba a desayunar. Sacó de la nevera un frasco de leche. ¿Cuánto tiempo hacía que no veía yo, ni aun en película, uno de esos frascos en que se repartía la leche? Eran de vidrio transparente, y se tapaban con una ruedita de cartón delgado color beige, o sea beis. Recuerdo como una música presente el ruido que hacían aquellos frascos al chocar entre sí dentro de sus cajas de madera con cuadrícula de alambre.
Las señoras de Saltillo dejaban en las ventanas de rejas las ollas de la leche, y el madrugador lechero las llenaba –a las ollas, no a las señoras– antes de que luciera el alba. Si nos fijamos bien, advertiremos todavía en la parte alta de algunas de esas rejas –muchas quedan aún, afortunadamente, en las casas saltilleras– un gancho de metal o garabato. De ahí pendía una cuerda o cadenita para colgar la olla y evitar que los aviesos gatos callejeros o los humildes perros sin dueño dieran cuenta del albo líquido. (El albo líquido es la leche).
Ahora, en estos empecatados tiempos nuestros –todos los tiempos han sido empecatados– vamos en camino de acabar tomando un líquido hecho de polvo y agua que poca o ninguna semejanza tendrá con aquella rica leche que daba una gruesa capa de nata, inmarcesible gala de mi gula de ayer.
Ya no hay aquí ranchos lecheros. Se fueron ya las villas lácteas. Me parece oír el sonar de los antiguos frascos, y una vaga nostalgia me invade el corazón. A fin de disfrutar más esa melancolía −la melancolía es para disfrutarse− me preparo un café. Sin leche, desde luego.