Los ojos de Santa Lucía (II)
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Hace tiempo estuve en Mérida. Esta ciudad hermosa ofrece regalos del cuerpo: su espléndida cocina y dones del espíritu: la belleza de su canción. Pedí ir en jueves porque los jueves hay serenata en el jardín Santa Lucía. Tiene árboles y bancas esa plaza, como todas las antiguas plazas de las ciudades nuestras, pero tiene también asientos que se llaman “confidentes”, para dos personas, novia y novio claro. Por la forma de letra, ese que tienen tales sillas, las parejas pueden hablar mientras se miran a los ojos. Así aman los humanos, únicas criaturas animales, hasta donde sé, que hacen el amor mirándose a los ojos, aunque en determinados momentos los cierren y en otros los abran de más, según.
Las serenatas de Santa Lucía empiezan a las 8 de la noche y terminan a las 9 en punto. Pero esa hora es hora de poesía y danza, de música jaranera y de canción. Los artistas actúan en un foro señoreado por las señeras figuras de los más insignes cantores yucatecos. De izquierda a derecha están, primero, el busto de Armando Manzanero (el de su padre don Santiago debía estar también) y el de Ricardo López Méndez, que escribió “México, creo en ti”, declamatorio poema para declamar, pero que escribió también la delicada letra de algunas de las más íntimas canciones de la trova, entre ellas “Nunca”, a la que Guty Cárdenas le puso música. “Yo sé que nunca besaré tu boca...”. Miel, miel pura. La boca y la canción.
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Siguen luego las efigies de Ricardo Palmerín y Luis Rosado Vega, autores de “Peregrina”, canción que les pidió aquel moreno apóstol de ojos verdes, Felipe Carrillo Puerto, para enamorar con ella a Alma Reed. La canción se estrenó al pie de la pirámide del Adivino, en Uxmal.
En el centro del foro está el venerado rostro de alguien allá muy conocido, y acá no, por más que en la Península se le considera el padre de la canción yucateca: Cirilo Baqueiro Preve, llamado con su nombre de músico, “Chan Cil”.
Viene después el busto de Ermilo Padrón López, gran cantilenista autor de las letras de canciones como “Rayito de Sol”, “Para Olvidarte” y “Flor”. Junto a él se halla Guty Cárdenas, a quien bastaron 27 años de vida para ya no tener muerte. ¿Cómo puede morir quien compuso “Caminante del Mayab”, “Ojos Tristes”, “Quisiera”, “Fondo Azul”, “A qué Negar” y “Golondrina Viajera”?
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Finalmente aparecen dos grandes cantores yucatecos, o yucatanenses, como el purismo quiere que se diga. El primero es Pepe Domínguez −José del Carmen Domínguez y Zaldívar−, autor de “El Pájaro Azul”, “Granito de Sal” y “Aires del Mayab”; el segundo es don Pastor Cervera, el que escribió “La Fuente”, canción que en su momento fue tildada de pecaminosa. Por una riña de casados, su esposa le cerró a don Pastor la puerta de la alcoba, y él se vio en la necesidad de buscar en otro lecho lo que en el suyo no obtenía. “...Tú me niegas el agua de tu fuente, / y por calmar mi sed me has condenado. / Prefiero ser por tu alma ajusticiado / que morirme de sed junto a tu fuente”. Hiel, hiel pura. La fuente y la canción.
Estoy, pues, con el alma inundada por la canción y el verso. Mérida es una lluvia de oro, como el árbol magnífico que con los framboyanes florece en estos días. Ahí en Santa Lucía la noche se viste de mestiza y luce el terno tradicional de la mujer yucateca: jubón, hipil, fustán... Ninguna otra prenda debe traer si se juzga mestiza verdadera. Por eso la noche tiene algo de erotismo, de pasión lúbrica que late bajo la delicadeza de las cantilenas. Si no viviera yo donde tan bien vivo, viviría por lo menos un par de meses del año aquí en Mérida. Y la mitad del tiempo la pasaría oyendo estas canciones que dicen del amor −es decir de la vida−, y de la vida −es decir del amor.