Méngache p’acá

Opinión
/ 6 julio 2024

Si crees en Dios también debes creer en el Diablo, y escribir la palabra con mayúscula. Cuestión de equidad, pues.

Algunas denominaciones protestantes consideran que el baile es un pecado abominable, invento del Demonio. Sé de un pastor que dijo hablando ante los jóvenes de su congregación:

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-Empiezan ustedes haciendo cosas aparentemente inofensivas, como matar a alguien; luego se dedican a robar; después comienzan a decir mentiras y, quién sabe, ya precipitados en esa pendiente de maldad, un día terminan bailando.

Esa fobia de puritanos contra el baile es cosa extraña si se toma en cuenta que Lutero, fundador del protestantismo, era famoso bailarín. También componía música: se le deben algunos bellos himnos religiosos. Pero lo que más le nacía era bailar. Aseguran los estudiosos que inventó algunos pasos de mucho lucimiento.

Otra mención puedo yo hacer para fundamentar esa extrañeza, la causada por la oposición del protestantismo a Terpsícore, musa de la danza. Don Benito Juárez, que mucho favoreció la presencia de las iglesias evangélicas en México, era también un consumado bailador. Contemporáneos suyos relatan que el Benemérito era el primero en llegar a los bailes, y el último que se retiraba. No se perdía ni una pieza. Bailaba con resistencia zapoteca y noble tenacidad republicana.

Si alguien me pide que cite a otro gran bailarín mencionaré el nombre del Mártir de la Democracia, don Francisco I. Madero. En cierta ocasión los ricos de Saltillo le ofrecieron una fiesta en el Casino, y don Panchito sorprendió agradablemente a las damas de la ciudad por su notable habilidad en el arte que luego Fred Astaire llevó a la perfección. El único problema del Apóstol era su estatura: chaparrito, en los giros de la danza -sobre todo en los valses- se perdía de repente, pues quedaba tapado por los vuelos de las profusas faldas que en aquel tiempo usaban las señoras. Tenía que venir a localizarlo su secretario particular.

Estas meditaciones me las inspiró la lectura de una nota aparecida hace unos años en “Y:P”, una revista americana de entretenimiento. Por aquel tiempo, se puso de moda en los altos círculos -viciosos, casi siempre- de Nueva York una danza denominada “churn”. Ese verbo inglés significa menear, batir. Se emplea, por ejemplo, para describir la acción por la cual se menea o bate la leche para volverla mantequilla. Pues bien, en este baile se forma un círculo de danzantes, alternados una mujer y un hombre, y ya puestos en rueda se pegan uno a otra, y la otra con el que va delante, todos muy apretados, y así, haciendo la cebollita como decíamos de niños, se ponen a dar vueltas y vueltas en una danza que algunos suspicaces moralistas tildarán de erótica. Me llamó la atención esto, pues el capitán cronista Alonso de León dice que así precisamente bailaban los indios chichimecas en sus mitotes, hace cinco siglos. Como se ve, no hay nada nuevo bajo el sol, aparte de los agujeros en la capa de ozono.

Interesante danza el “churn”, y desde luego más personal que la manera en que bailan los muchachos y las muchachas de hoy. Lo hacen cada quien por su lado, y sin mirarse. Hasta parece que están casados.

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