Merry Christmasn’t
COMPARTIR
El Taller literario “Ficciones desde el desierto” del CBTa No. 22 está en Cuatro Ciénegas, Coahuila, y dispone de distintas lecturas para provocar la imaginación entre sus miembros y ponerlos a escribir. Esta ocasión leyeron “El suplicio de Papá Noel” (1952), de Claude Lévi-Strauss, en su libro Todos somos caníbales (2014, FCE).
El texto narra la historia del 24 de diciembre de 1951 en Francia, donde se realizó un reclamo simbólico y hostil para denunciar la “paganización” de la Fiesta de la Natividad. El diario France-Soir publicó así la manifestación en un tono sensacionalista (ya que se trataba de un muñeco): “Papá Noel fue quemado en el atrio de la catedral de Dijon, en presencia de los niños de los patronatos”.
Inspirados por este hecho real sin precedentes, los jóvenes lectores comenzaron a tejer sus ideas y, como es tradición del taller publicar cada año un relato sobre San Nicolás en Vanguardia, no nos quisimos quedar atrás. Por ello ahora se propone una tercia de ejercicios narrativos sobre una Navidad muy oscura.
¡Espero que Santa Claus tenga piedad de nosotros!
***
TE PUEDE INTERESAR: Zoológico de bacterias
Ejecución en París
Elisa Saldaña Carranza
No es extraño ver a varias personas juntas frente a Notre-Dame, digo, es una construcción divina, y los turistas siempre se amontonan a su alrededor, como las ratas que me roban el panini del basurero. Sin embargo, la estatura de la mayoría era ridícula. ¿Era duendes o mini-turistas?
Pronto dejé atrás mi rincón; pero tanta gentuza y ni a uno se le escapaba un euro o dos para mi almuerzo. No me hubiera levantado si no fuera por los gritos y, como buen buscador de sobras, sabía lo fácil que era robarle algodón de azúcar a un pequeño distraído por el caos.
Me acerqué a la muchedumbre, busqué mi próximo platillo y, afortunadamente, descubrí a una pequeña tomada del brazo de su madre. Una presa perfecta: el flamenquín gitano en su mano. Sí, bueno, no era la comida más patriota que podría encontrar, especialmente por la época de tradiciones paganas y bla, bla, bla; sin embargo, me salvaría de seguir en ayunas. Sigilosamente y sin quitar los ojos de la víctima, me acerqué por detrás a la madre y su niña, ambas bien resguardadas para el frío amanecer. Mataría por un abrigo así de afelpado. Con un toque de mi dedo índice llamé la atención de la niña por el hombro y di un paso del otro costado para llevarme el bocadillo; prácticamente deslicé el plato de papel con flamenquines de sus pequeñas manos. Ja, siempre son tan fáciles de robar.
Cuando la niña comenzó a mirar hacia todos lados para buscar su comida, le di una mordida al aperitivo tan humeante y fresco mientras reía por lo bajo. Estaba a punto de fugarme para encontrar refugio en la famosa catedral cuando vi el motivo del alboroto: era una ejecución. Empujé a un par de estorbos para hacerme camino hasta el frente y disfrutar el espectáculo.
Pura nostalgia. Así que de eso se trataba... y le di otro mordisco a mi botín. Bueno, ¿cómo se supone que iba a darme cuenta? En mis tiempos estas cosas convocaban a más público. Dicen que María Antonieta tuvo récord de asistencia. Es más, incluso por el personaje, el evento requería de mayor notoriedad... Es curioso, pensé que las leyes ya no permitían estos “actos atroces”, pero ya qué... No eran mis calles y tampoco era yo el que iba a padecer la cosa más popular en Francia después de la Revolución, la baguette y el perfume: la guillotina.
Otra mordida y ahora se veía a un Santa Claus panzón y vestido de rojo subir las escaleras; el verdugo y otro hombre de traje anticuado iban detrás suyo. Miré a mi alrededor y la mayoría de las personas se veían contentas, gritando frases a las que presté poco interés: “sí, que le corten la cabeza”, “aquí no nos gustan los mentirosos”, “me arruinaste la vida, esto te lo mereces”, y bla, bla, bla.
A la gente le encanta hacer barullo. ¿Por qué diablos no proseguían? Típico de carnavales. Demasiado show para mi gusto.El panzón fue puesto de rodillas en el cadalso y ya venía lo interesante. Me chupé los dedos porque terminé mi almuerzo, no por otra cosa y esperé. Hice bolita el plato de papel y lo escondí en el bolsillo más discreto de los bufones con zancos de clavija, demasiado concentrados en insultar a Papá Noel para notarme a mí. Me crucé de brazos y miré el desenlace del espectáculo sin parpadear.
La cuchilla cayó con gracia y la multitud vitoreó a las autoridades. Entre el griterío, se me salió un cálido Jojojó. Ay, cómo me traía la cuchilla recuerdos de juventud en mi convulso país. No hay nada más patriótico que ver por la mañana a un hombre sin cabeza. No importa que sea 25 de diciembre. Para un veterano de guerra sin hogar ni familia, fue una novedad para estas calles sucias y apestosas.
Con un suspiro más, empujé a una vieja que se interponía en mi camino hacia el verdugo.
Por fin, frente a la estructura de madera, me quité el viejo sombrero parisino, agujereado y húmedo por la nieve. Me daba más frío traerlo encima, pero antes que cualquier cosa están las fachas y, por sobre todo como buen francés, prevalecen los modales.
El hombre de traje me devolvió el saludo con su propio sombrero antes de hablarle yo.
—Disculpe, mi buen señor —dije con apuro—, ¿a qué hora pasan a recoger el cuerpo? Es que se ven buenas las botas y el abrigo está también en buen estado.
El funcionario de gobierno que reconocí por los carteles de propaganda con su imagen risueña por toda la ciudad, me expuso esa misma bella hilera de dientes con la suficiencia de un hombre que sabe hacer trampas y reconoce a los de su ralea. Perro no come perro, y él se hizo a un lado para que yo llevara a cabo mi rapiña.
Sin más protocolo ni contratiempo, desvestí el cadáver; le quité las botas y me las puse enseguida. Mi buen ojo sabía que la talla era idéntica. El abrigo ni se diga, estaba hecho a mi medida. Aún olía a galletas y chocolate.
Me despedí del verdugo al bajar las escaleras y regresé a mi rincón para descansar sobre la nieve, ahora que tenía mis regalos de Navidad bien puestos. Si me lo preguntan, iba a ser una maravillosa Noche Buena.
ELISA FERNANDA SALDAÑA CARRANZA (Saltillo, 2008). Estudia el tercer semestre de la carrera Técnico en Ofimática del CBTa No. 22. Desde pequeña le ha encantado maravillarse con su imaginación. Es un miembro reciente del club, pero se siente como si hubiera sido parte de él desde siempre. Hace su debut en La Tamalera No. VII con su relato “Sirena de Top ten” y el artículo “¿Lo que quiero realmente es mío?”
TE PUEDE INTERESAR: Un hermano de mentiras
***
El secreto bajo el árbol
Fernanda Arizpe Sánchez
“Lo que vi no era un sueño, era real. /
Santa Claus le dio un beso a mamá”,
Los Mier, Autor: Aníbal Pastor
El frío de diciembre era lo más normal de aquella tarde hasta que un murmullo creciente rompió la calma del barrio. Más tarde, un grupo de personas comenzó a llenar el frente de la iglesia, formando un círculo alrededor de algo que brillaba con intensidad. Parece que la colonia se preparaba para el encendido del pino; pero, ¿y qué pasaba con los gritos de dolor?
El aire se fue llenando de un hedor a quemado, cada vez más penetrante. Era un olor extraño, apropiado para la carne asada de Noche Buena que se confundía con los festejos de los vecinos. Sin embargo, la algarabía encajaba con el espíritu festivo, con las luces y el frío del invierno. Lo único que no estaba bien era la curiosa peste.
Santa Claus estaba amarrado a una hoguera y sólo le quedaba un delgado hilo de voz. El hombre de prominente abdomen estaba allí, atrapado en medio de las llamas, con su traje rojo y barba blanca deformados por el fuego.
Nadie conocía el motivo para tal evento, pero tampoco hacían nada por ayudarlo. Las llamas eran densamente brutales y tocaban el frontón del campanario. Era peligroso acercarse.
Pronto comenzaron a surgir rumores entre los que se habían reunido allí. Algunos decían que había ocurrido un accidente con el trineo, que una antorcha decorativa de la plaza encendió el saco lleno de regalos...
Había demasiado alboroto y llanto de muchos niños, todos preocupados por el destino de su próxima Navidad. Pero un niño destacaba por encima de ellos. Mientras aquéllos berreaban desconsoladamente, él sonreía. Sus ojos brillaban con una mezcla de satisfacción y una extraña tristeza.
—Yo lo vi haciéndolo... ¿cómo pudo? —dijo el niño absorto en las luces humeantes.
Cada diciembre, ese niño se llenaba de ilusión. Los paquetes bajo el árbol llegaban sin demora; pero la Navidad pasada fue la peor de todas. Mientras los demás niños recibieron carritos, muñecos y demás juguetes, él solo alcanzó flores y chocolates... que obviamente no eran para él.
El olvido, el abandono fue una afrenta difícil de asimilar para el infante. ¿Qué culpa tenía él de que San Nicolás anduviera de enamorado con su mamá? ¿Acaso su casa era el último destino de la gira mundial y por eso el mítico barbón venía sin regalos?
Durante todo un año, el niño planeó la forma para vengarse de Santa Claus. El Grinch y el Señor Scrooge le quedaban cortos. ¿Y si todos estaban coludidos para fastidiarle la Navidad? Hizo bullying dos o tres veces, pero no merecía tal castigo. ¿Y si Papá Noel los tenía muy bien engañados? ¿Y qué tal si el panzón se había inventado toda esta farsa del Polo Norte y 25 de diciembre sólo para estar con su mamá? Ella era la más hermosa del barrio; pero, ¿inventar una festividad para verla sólo por una vez al año? Era un gran amor, no cabe duda; pero ¿y sus obsequios?
Primero pensó en capturar a Santa, pero el sobrepeso sería un inconveniente. Luego planeó dejar su carta bajo el árbol, pidiendo lo que cualquier niño desearía para despistar... Hasta que se le ocurrió la revancha perfecta.
En la próxima Nochebuena, el niño se escondió en su recámara, dispuesto a esperar hasta que Santa llegara a casa, mordiera el anzuelo y confrontarlo. Su plan se puso en marcha desde la madrugada y se quitó el frío comiendo recalentado a oscuras, expectante de cualquier sonido.
Antes del amanecer, sonó un gran paso, uno pesado de verdad. El niño se levantó corriendo y rápidamente llegó a donde estaba el pino de Navidad. Quedó traumatizado; su vida acababa de arruinarse por completo. Estaba congelado de pies a cabeza, porque finalmente lo miró... con las mismas rosas, chocolates y su mamá. Delante del árbol repleto de esferas y listones, Santa Claus la abrazaba y sus labios se unieron en un beso largo y amoroso.
El niño se quedó paralizado, incapaz de procesar lo que estaba viendo.
—¿Mamá...? ¿Santa...? —susurró—. Ahora lo entiendo todo. Sólo quería comprobarlo yo mismo —dijo sintiendo cómo el mundo se derrumbaba a su alrededor.
Los regalos nunca fueron para él. Ése fue el momento en que lo entendió. Cada Navidad había algo que se ocultaba frente a sus ojos. Los regalos, las luces, las cartas... todo era una mentira. Nada de eso era para él. La magia de la Navidad nunca giró a su alrededor. Todo era para ella, para aquella mujer que Santa besaba, ésa a la que él llamaba “mamá”.
Si por algún instante creyó que tendría algún remordimiento, ya no tuvo dudas y esperó el asalto.
Un montón de padres furiosos derribó la puerta de la casa y sacó a Papá Noel de su última morada. Lo ató a una viga que enterró delante de la iglesia y le prendió fuego.
Nadie pidió explicaciones por la hoguera, ni siquiera la policía. San Nicolás no contaba con que un gendarme sería su vecino y éste se sintió bastante ofendido cuando su esposa, igual que el resto de mujeres casadas en la colonia, recibió el mismo ramo de rosas y una entusiasta carta de amor.
FERNANDA ARIZPE SÁNCHEZ (Cuatro Ciénegas, 2008). Subcampeona nacional de voleibol con el CBTa No. 22 en los InterCBTas 2024 (DGETAyCM), la alumna de tercer semestre cursa la carrera de Técnico en Ofimática y, con gusto por la lectura de romance, fantasía y brujas, se acaba de incorporar al Taller literario “Ficciones desde el desierto”. Después de asistir a varias reuniones, esta narración es su primera colaboración por escrito como parte del club.
TE PUEDE INTERESAR: La Macuca y su último error
***
Vísperas de fuego
Fátima Azeneth Sanmiguel Dávila
No quiero comer jabón. ¿Es que qué sentido tiene? ¿Cómo es que Santa Claus está atado, aquí frente a mí, para quemarlo? ¿Será una ilusión?, ¿alguien contratado? No, no es verdad. Mi reputación cuelga de un hilo...
Todos los años, a los niños más pequeños que llegaban al orfanato les arruinaba un poco más la vida, revelándoles la inexistencia de ese viejo gordo. Para rematar, era más creíble con el tiempo, ya que tampoco existían padres que les dejaran regalos debajo del pino.
Yo era superior por ese simple aspecto. Yo era más inteligente, más maduro. No creía en esos cuentos infantiles; pero, ¿cómo quedará mi reputación después de este suceso? Él está aquí ahora, colgando de pies y manos. Cada vez que respira demuestra que soy un farsante. ¡Demonios!, cuando estos inútiles dejen de llorar por el barbón, perderé todo tipo de poder y prestigio sobre ellos. ¿Cómo volveré a levantar la cabeza por los pasillos del orfanato? Juanito me trae atravesado desde que lo dejé encerrado en los baños. Si le dice a la madre superiora, ¿tendré que comer jabón?
No quiero comer jabón.
FÁTIMA AZENETH SANMIGUEL DÁVILA (Cuatro Ciénegas, 2007). Estudia quinto semestre en el CBTa No. 22. Con el relato “Un hermano de mentiras”, es la primera alumna de su escuela en ganar el Concurso para Relato de Terror, certamen literario a intramuros que dominó por tres años consecutivos. La joven autora ha publicado en el periódico Vanguardia de Saltillo y La Tamalera. Su género favorito ha sido el horror psicológico donde no hay monstruos sobrenaturales sino bastante humanos, en cuentos breves como “Poder”, “Proyecto mamá”, “La princesa de papá” y “De hostess y abarrotes”. Los únicos relatos sobre criaturas de la noche son “Amor de muelas” y “La oscura durmiente”.