Un hermano de mentiras

Opinión
/ 10 noviembre 2024

Mamá está enojada, he roto su muñeco.

Soy diferente. Eso me ha dicho desde que tengo memoria. Mi primer recuerdo es escuchar a mi madre decir que no hiciera caso a los gritos de mi abuela.

—No escuches a nadie que te llame así, Johan. No estás enfermo, sólo ves las cosas diferentes.

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Aunque mi madre quisiera llamarlo de otra forma, la verdad es que yo sí estaba enfermo. Casi todos mis recuerdos de la infancia vienen acompañados de paredes blancas y personas en salas de espera, aparatos en mi cuerpo y cables en mi cabeza. La palabra “especial” no era para mí un disfraz de mi condición, sabía bien cuál era. El término representaba el lugar que tenía en su vida. Era especial para ella.

No sólo lo decía, lo demostraba. Desde pequeño he sido un hombre de hechos. Los actos de mi madre manifestaban el profundo cariño que me tenía. El amor y comprensión que desbordaba hacia mí, probaban que yo era su única prioridad y su razón de ser. Esto hacía que yo quisiera seguir yendo a las clínicas molestas y tomara los tratamientos que, a mi corta edad, encontraba innecesarios. Accedía porque en cada visita y tratamiento ella estaba a mi lado; en cada proceso sólo yo estaba en sus ojos. Toda su atención se centraba en nadie más que en mí. Esto ocasionó que se terminara quedando sola.

Las demás personas me encontraban molesto. No los culpo por pensar que alguien enfermo como yo era una carga. A la que sí le afectaba emocionalmente era a mi madre. Dejó de ver a sus amigos, mi abuela cortó lazos con ella y mi padre la terminó abandonando con una conclusión bastante acertada.

—Sólo te interesa ese niño. ¿Es que acaso puedo llamar a eso niño?, ¿por qué no entiendes que esa cosa no tiene salvación? Es una bomba de tiempo, los doctores te lo han dicho. Compréndelo, por favor. El mundo sería mejor si él nunca hubiera nacido. Debemos deshacernos de él.

Mi padre amaba a mi madre, lo probó cuando aun después de su desesperación y cansancio, le dio una última oportunidad a su esposa.

Nadie nos culpará por abandonarlo, no después de saber lo que es. Podemos intentarlo de nuevo. Tu sueño siempre fue ser madre. No dejes que esta cosa defectuosa sea el cumplimiento de tu más grande anhelo. Ten otros estándares, unos más altos. Tendremos otro niño, uno que pueda hacernos felices a los dos, uno que pueda hacerte feliz a ti.

Fue un chiste. Mi madre nunca me abandonaría.

Johan, tú no estás mal, sólo eres diferente —me lo repetía a diario, o se lo decía a ella misma.

Después de que mi padre se fuera, las cosas se volvieron complicadas. Sin una fuente de ingresos, mamá tuvo que buscar trabajo. Eso la mantenía alejada de mí. Contrataba personas para cuidarme en todo momento, pero cuando se daban cuenta de mi condición ellas terminaban escapando. Al mismo tiempo, las citas se volvían cada vez más recurrentes y los medicamentos subían en porciones y precio. Llegó un punto donde era casi imposible costearlos; por ende, mis síntomas aumentaban.

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Mirando hacia atrás puedo entender por qué mi madre empezó a perder la cabeza. Necesitaba dinero para pagar mis medicinas, pero no podía conseguir un trabajo, puesto que eso significaba que tendría que descuidarme. No tenía apoyo ni alguien con quien desahogarse. Su vida giraba en torno a mí y era yo mismo el que se la estaba destruyendo. Hasta que mamá entró en un punto de quiebre. Una tarde cruzó la puerta sin decir una palabra. Ignoró mis gritos pidiendo que regresara y salió de nuestro hogar. Me dejó solo en una casa vacía sin comida ni electricidad. Me quedé esperándola, esperando su regreso. Volvió tres días después.

Cuando apareció, su rostro estaba diferente, su mirada resplandecía y su cara irradiaba felicidad. Debo confesar que estaba algo confundido y molesto. Mientras yo esperaba su vuelta con angustia y desesperación, ella había estado en algún lugar divirtiéndose al punto de regresar con tal alegría. Me encontraba bastante irritado, pero ese sentimiento fue opacado por el profundo alivio que me daba volver a estar con ella.

Con mamá en casa de nuevo, algunas cosas cambiaron. Dejó de darme mis medicamentos y siquiera mencionar algo relacionado con la enfermedad. Sin el gasto de las múltiples medicinas y consultas, podíamos costearnos la vida con trabajos sencillos que madre hacia desde casa. Mis síntomas seguían apareciendo, pero ella simplemente los ignoraba. Así pasó un tiempo hasta que ella volvió a desaparecer. Cuando regresó, vino acompañada con un pequeño y frágil muñeco.

Johan, mira a tu hermanito.

Mamá estaba loca. Habían pasado tres semanas desde que la persona que me dio a luz y a la cual le debía todo, se había aparecido con un juguete como hijo. Lo trataba como si fuera un niño de verdad, le había comprado ropa, comida y juguetes. Lo bañaba y alimentaba todos los días, se ponía con él en la cama y le cantaba canciones.

Lo peor de todo es que ahora me ignoraba por completo. Toda su atención estaba con ese estúpido títere que paseaba de aquí para allá. Yo traté de llamar su atención a gritos y berrinches, pero ni siquiera volteaba a verme. Solo repetía en un tono seco y monótono:

Cállate, molestarás a tu hermanito.

—Esa cosa no es mi hermano.

—¡Cállate! —dijo y su mano se levantó para golpear mi rostro, una y otra vez.

—¡No sabes lo que dices! ¡Discúlpate con tu hermano!

Ella nunca me había golpeado o amenazado con hacerlo; mi cuerpo se quedó quieto mientras seguía recibiendo las cachetadas, una más fuerte que la anterior. Por obvias razones, la disculpa hacia mi “hermano” no salió de mi boca. Eso la hizo enojar aún más.

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Entonces me empujó al piso donde siguió gritando y pateándome:

¡Discúlpate!, ¡discúlpate!, ¡discúlpate!

Sólo pude cubrir mi cabeza y quedarme en el suelo mientras mi madre me golpeaba hasta el cansancio. Ella respiró hondo, puso una sonrisa y tomó a su muñeco. Lo miró y lo alzó en brazos hablando en voz alta:

¡Ay, mi niño!, tu hermano mayor es demasiado cruel contigo. No, no llores. Él jugará contigo ahora.

Mamá le dio una sonrisa, lo colocó como a un bebé en sus brazos y fue por unos carritos de madera. Volvió, me los tiró en la cara y puso a su juguete en el suelo; entonces me dijo:

Toma un carro y juega con tu hermano.

Mi brazo estaba lleno de heridas, pero, aun así, pude levantar uno de los pedazos de madera y jugar con esa estupidez. Ni siquiera se movía, sólo estaba tirado en el suelo y yo tenía que fingir pasar un gran momento con él.

¡Qué lindos se ven juntos! —dijo mamá.

Yo de verdad odio a esa cosa.

Así pasaron semanas. Tenía que mentir ser parte de la familia feliz que había creado mamá. Cualquier palabra o señal que indicara asco u odio a mi hermano, era castigada de diferentes maneras. Ella me pateaba, arrojaba cosas, gritaba, me dejaba sin comer o me aislaba en un cuarto oscuro. Las ventanas habían sido cerradas y tapadas para que no entrara ni un solo rayo de luz. Los muebles habían sido retirados y colocó diferentes candados para que no pudiera escapar. Me encerraba y me dejaba ahí durante horas o días, sin luz ni comida. Sólo podía escuchar los cantos y risas que le regalaba a su maldito juguete. Ahí cautivo, pensaba en cientos de maneras para deshacerme del muñeco. Mis ojos no parpadeaban y se centraban en un punto fijo, mordía el borde de mis uñas mientras mi pie no dejaba de moverse. Lo único que tenía en la cabeza eran formas para acabar con esa estúpida irrelevancia que me había separado de mamá. Antes de él, yo era su prioridad, su razón de vivir. Ella había dejado que todo el mundo le diera la espalda por mí. Me acompañaba en todo, incluso en esas citas tediosas y tratamientos dolorosos. Muchas veces había agradecido estar así de enfermo, sólo por esos simples gestos que extrañaba tanto. Ella tomaba mi mano y me decía que todo iba a estar bien. Ahora ignoraba toda nuestra historia y sobre todo me ignoraba a mí.

Cuando me dejó salir de aquel cuarto, ella pudo ver las marcas en mis manos. Después de eso, no me dejó estar a solas con ese “hermano” mío. Supongo que tuvo miedo de que mi enfermedad lo perjudicara a él también.

Tuve que contenerme y darle el mejor de los tratos a ese muñeco, regalarle sonrisas y caricias hasta que mi madre bajara la guardia. Tardé semanas jugando a la familia feliz, esperando un instante donde estuviéramos los dos solos. Cuando apareció la oportunidad, estuve listo.

Mientras estábamos en la mesa, el timbre sonó, mamá se levantó y caminó hacia la puerta. Tomé el brazo del títere y lo jalé. Empecé a correr. Entré al baño y puse el cerrojo. Azoté a mi hermano contra la bañera, una y otra vez. Su cabeza se deformó mientras el relleno salía de sus grietas. Tomé los pequeños bracitos y los desprendí del resto de su cuerpo. Rompí cada una de sus partes, las metí al inodoro y jalé la manilla. El retrete se llevó la mayor parte de los desechos. Puesto que eran tantos, éste acabó tapándose y desbordándose de agua que terminó por mezclarse con lo que estaba en el piso. Sus ojos (que habían saltado después de los azotes) estaban al fondo de la bañera; sentí que me observaban, así que los aplasté. Miré la escena, orgulloso. Por fin me había deshecho de él.

Mi madre, que había estado golpeando la puerta con desesperación, consiguió entrar por fin. Miró el suelo cubierto de relleno y pequeños trozos de su muñeco, así como un pedazo de pierna que se había atorado en el inodoro. Sus ojos recorrieron con horror ese pequeño cuarto de una esquina a otra y terminaron por postrarse en mí, que estaba en el centro de todo con las manos sucias.

Ella empezó a gritar y se llevó las palmas a la cabeza. Sus dedos empezaron a rasgar su propia piel gracias a la fuerza que ejercía. Gritaba cada vez más desesperada mientras me mantenía la mirada fijamente.

Mamá está enojada, he roto su muñeco. Está tan furiosa que me ha encerrado en este cuarto oscuro. Ahora no me deja salir. Estoy feliz. He vuelto a ser su prioridad. Ahora viene todos los días a verme, pero, a diferencia de mi hermano, ella no me canta, sino que viene aquí durante horas y empieza a gritar sin quitarme los ojos de encima. Así durante años. Sin duda alguna, soy especial.

A veces repite que he matado a su hijo. Eso es mentira. Desde pequeño he sido un hombre de hechos. La cosa de la que me deshice no podía hacer nada por sí mismo, no podía hablar, era pequeño y casi ni se movía. Además, lucía justo como un juguete. Con todo eso, sólo puedo concluir que era un muñeco. ¿Qué importa que haya salido de su vientre?

FÁTIMA AZENETH SANMIGUEL DÁVILA. (Cuatro Ciénegas, 2007). Estudia quinto semestre en el CBTa No. 22. Con el relato “Un hermano de mentiras”, es la primera alumna de su escuela en ganar el Concurso para Relato de Terror, certamen literario a intramuros que dominó por tres años consecutivos. La joven autora ha publicado en el periódico VANGUARDIA de Saltillo y La Tamalera. Su género favorito ha sido el horror psicológico donde no hay monstruos sobrenaturales sino bastante humanos, en cuentos breves como “Poder”, “Proyecto mamá”, “La princesa de papá” y “De hostess y abarrotes”. Los únicos relatos sobre criaturas de la noche son “Amor de muelas” y “La oscura durmiente”.

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