MIRADOR 09/09/2022
COMPARTIR
No me gustan las monarquías, al menos del tipo de la que ahora tenemos en México.
Las monarquías europeas, sin embargo, me inspiran una especie de respeto semejante al que me invade al ver un viejo ornamento litúrgico o un antiguo objeto de arte.
Quizá por eso sentí una extraña pesadumbre al enterarme del fallecimiento de Isabel II. Admirable mujer fue ella. El halo de dignidad que la rodeaba no fluía de su condición de reina, sino de su calidad humana. Una elegante serenidad la revestía. Mostró su entereza lo mismo ante los conflictos públicos que afrontó en el curso de su largo reinado que en los dolorosos trances de su vida familiar.
No creo incurrir en exageración si digo que la muerte de la reina de Inglaterra empobrece al mundo y a la época en que vivimos. Con ella se va una página brillante de la historia inglesa, brillante no por su esplendor, sino por el decoro y la sencilla grandeza de esta dama a la que siempre habremos de llamar “Su Majestad”.
¡Hasta mañana!...