Moreno y Moreira: las ‘traiciones’ de la temporada
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Un vicio recurrente de nuestra comunidad es el dividir la historia exclusivamente entre buenos y malos; entre héroes y villanos; entre individuos luminosos y representantes de la oscuridad. Así, sin matices. La simplificación nos acomoda porque, entre otras cosas, permite justificar nuestras filias y fobias personales y nos exime de cuestionar si el enfoque con el cual juzgamos la realidad es el correcto o no.
Y cuando hablamos de evaluar la conducta de personas dedicadas al deporte, a la actuación o al entretenimiento en redes sociales, juzgar así no tiene mayor trascendencia. Pero cuando se trata de nuestra clase política, asignar virtudes -y solo virtudes- a unos, mientras se reservan los defectos -y solamente los defectos- para el resto, constituye un grave error.
He sostenido en este espacio, de forma reiterada, la inconveniencia de convertirse en fan de un político -cualquier político-, pues ello implica abandonar la objetividad y extenderle un cheque en blanco a una persona sin los merecimientos para ello. Y esto es así porque quienes integran nuestra clase política, prácticamente sin excepciones, están afectados de los mismos vicios y acusan exactamente los mismos defectos.
Lo ocurrido el miércoles en la Cámara de Diputados, del Congreso de la Unión, cuando la fracción del PRI -liderada por el dirigente nacional de ese partido, Alejandro Moreno, y el exgobernador coahuilense Rubén Moreira- le entregó al oficialismo los votos para extender la permanencia del ejército en las calles, constituye el enésimo botón de muestra en este sentido.
Frente a la disyuntiva de asumir costos y correr los riesgos inherentes a la posición de contrapeso, o plegarse ante el poder, nuestros políticos no tienen duda: sus intereses personales estarán siempre por encima de los colectivos.
Los priistas han intentado explicar su posición pero, sin importar los argumentos, no lograrán convencernos de las “virtudes” de su claudicación frente al afán militarista del presidente López Obrador. Y eso es así porque nosotros conocemos la razón real del viraje: se sometieron ante el tiranuelo macuspano para detener la filtración de audios mediante los cuales se ha acreditado la calidad de individuo impresentable del tal “Alito”.
También debe decirse, desde luego: la campaña en contra del campechano constituye un ejemplo monumental de cómo puede pervertirse el uso del poder público para obligar a los críticos y contradictores a doblarse. Pero el comportamiento pandilleril de un gobierno carente de rubor no justifica usar la coyuntura para salvar el pellejo al precio de comprometer el futuro colectivo.
Pero vuelvo aquí a lo señalado inicialmente: no caigamos en el simplismo de usar este episodio como prueba de cómo el priismo debe ser ubicado siempre en el lado oscuro de la fuerza. Esta no es una historia de héroes y villanos, sino un concurso de perversiones en el cual unos y otros buscan exactamente lo mismo: usar el poder para satisfacer sus ambiciones personales.
El episodio no sirve para afianzar prejuicios sino para reflexionar sobre la raíz del problema: padecemos una clase política entre cuyos miembros la ideología dejó de habitar hace tiempo y su lugar ha sido ocupado por un insultante pragmatismo según el cual el poder público es un asunto patrimonial y por ello puede usarse, sin rubor alguno, exclusivamente para beneficio personal.
A los priistas se les reclama ahora de forma particular por el oportunismo cínico, pero no son en esta historia los únicos merecedores de reproche.
Concluir lo anterior, sin embargo, no debe dar paso a la resignación, sino a la acción. Nuestros políticos se comportan en la forma en la cual lo hacen porque, a pesar de su indecencia endémica, nosotros seguimos comprándoles. Es momento de modificar esa postura... radicalmente.
¡Feliz fin de semana!
@sibaja3
carredondo@vanguardia.com.mx