Nacimientos: Lecciones navideñas
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Esta piñata tiene la forma de una estrella. Su centro es azul y blanco −son los colores de la Virgen−, pero tiene siete picos oscuros: uno es morado, rojo el otro, negro el tercero, éste café, amarillo sucio el que le sigue, gris el de al lado, verde opaco aquél...
Me pregunto si el que hizo esta piñata es teólogo. Porque he aquí que los siete picos que tiene la piñata representan los siete pecados capitales. Cuando quebramos la piñata estamos tratando de destruir lo malo: contra soberbia, un garrotazo de humildad; contra envidia, un golpe de caridad; contra avaricia un palo de largueza; contra pereza, un trancazo de diligencia; contra gula, un estacazo de templanza; contra ira, una andanada de paciencia; contra lujuria un golpazo de castidad...
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Van cayendo los picos uno a uno, y los chiquillos los recogen como recogerán después los pecados que cometemos los mayores. Al final derrama la piñata su tesoro de golosinas, de cacahuates y naranjas, de pedazos de dulce caña y colación. Tal es la Gloria, el premio al vencimiento del pecado. ¡Ah, si romper el mal fuera tan fácil como romper una piñata!
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Este pino de Navidad tiene esferas, y todas las esferas son rojas. La que puso este pino ha de ser una doctora de la Iglesia, como Santa Teresa. Porque he aquí que las esferas representan a la manzana que comieron Adán y Eva, nuestros primeros padres. No dice el Génesis que el fruto prohibido haya sido una manzana, pero los ceñudos exégetas, aun sin conocer las de Arteaga, supieron que ninguna fruta es tan tentadora como la manzana, por el rojo encendido de su piel, la marfilina albura de su carne y sus redondas morbideces de mujer. Concluyeron entonces que el fruto prohibido fue una manzana. Y concluyeron bien.
Los foquitos en el pino navideño son la luz de la fe. Junto a las tentaciones esplende el fulgor de la gracia. En lo más alto del árbol hay una estrella luminosa. Eso quiere decir que al final triunfará el bien sobre las asechanzas que aguardan a los hombres −y también a las mujeres− en cada esquina de la vida.
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Este Nacimiento mexicano, hecho de musgo y heno y barro, tiene pocas figuras, porque es de casa pobre. Está el Misterio, con San José, María y el Niño. (A San José le dice el pueblo “señor San José”. No es poca cosa que un carpintero humilde se haya ganado ese título de “señor”, que sólo se da a muy pocos santos).
Tiene también el Nacimiento un ángel. Nunca puede faltar ese ángel: fue el que anunció la llegada del Mesías. Y tiene también unos pastores que escuchan el anuncio. Un mensaje no es mensaje sino hasta que alguien lo oye. Por eso debe haber pastores en el Nacimiento: gracias a ellos existe el Evangelio. La buena nueva se forma con quien la da y con quien la recibe. Sin Dios no está completo el hombre, pero sin el Hombre tampoco está completo Dios. He ahí el Misterio, que es el Misterio de la Encarnación.
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¿Qué otras figuras tiene el Nacimiento? Tiene un ermitaño, y al lado del ermitaño tiene un diablo. No debe sorprender esa vecindad: el mal siempre anda alrededor del bien. A veces el mal destruye al bien, pero si no consigue destruirlo, entonces lo perfecciona y aquilata.
Ésa es la escala: abajo el ermitaño y el demonio, es decir, el hombre en lucha solitaria contra el mal. Un poco más arriba los pastores, que han escuchado ya el mensaje de la salvación. Luego Dios hecho hombre, con su padre y su madre, familia terrenal. Y en la cima de todo, el ángel, que es otra vez la representación del triunfo de la gracia y el anuncio de la Ciudad de Dios.