Desde luego el mejor regalo de Navidad es Jesús mismo, Dios, regalo de vida perdurable que llegó a nosotros en la forma de niño. Hay, sin embargo, otros regalos que llenan las manos de nuestro corazón. Yo recibí uno de ésos hace algunos años.
Era ya tradición que yo dirigiera a la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Nuevo León en su concierto anual de Navidad. El maestro Félix Carrasco, magnífico director titular del espléndido conjunto, me hacía el honor de nombrarme director invitado para participar en ese recital, el cual se formaba, claro está, con música navideña. Asistían a él funcionarios, maestros y estudiantes de la Universidad nuevoleonesa, y un jubiloso público de gente grande y niños. Para todos ellos el concierto con que la sinfónica de la Universidad nuevoleonesa cerraba su año era parte esencial de las celebraciones de la temporada.
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En uno de esos recitales tocamos las tradicionales melodías navideñas: “Deck the Halls”; “We wish you a merry Christmas”; “Noël”, “O little town of Betlehem”... Después interpretamos fragmento de “El Cascanueces”, de Tchaikowski. Siguió la alegre “Sinfonía de los juguetes”, una juguetona serie de tres pequeñas piezas atribuidas unas veces a Haydn y otras a Leopold Mozart, el padre de Amadeus. Vino luego la “Obertura de Navidad”, obra muy poco conocida de Otto Nicolai, el autor de “Las alegres comadres de Windsor”. Después, con un maravilloso coro de niños, surgieron las notas de “Noche de paz”. Enseguida -anuncio del Año Nuevo- dirigí la “Marcha Radetszky”, del mayor de los Strauss, cuyo vibrante ritmo fue marcado con palmas por todo el público que llenó el Teatro Universitario. El concierto terminó con la música tradicional de las posadas mexicanas: “E-en el nombre del Cie-e-e-lo, o-o-os pido posa-a-a-da...”, tocada con partitura, pues la mayor parte de los músicos eran extranjeros -búlgaros, checos, austríacos, japoneses, norteamericanos, cubanos, canadienses- y esta música, tan sabida de nosotros, era para ellos obra nueva.
Al terminar esta pieza cayó sobre el auditorio, desde las alturas de la sala, una lluvia de confeti, serpentinas y globos, y todos los asistentes se unieron en regocijado coro a los cantos populares: “Dale, dale, dale, no pierdas el tino...”. “Ándale, Juana, no te dilates, con la canasta de los cacahuates...”. Todo terminó con una larga ovación tributada por el público de pie.
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Y vino entonces la sorpresa. El entonces brillante rector de la UANL, doctor Luis Galán Wong -coahuilense, por cierto, de Múzquiz-, subió al escenario y me entregó un reconocimiento a nombre de la orquesta y de la Universidad, una hermosa clave de sol en cristal con el logotipo de la Sinfónica y el de la propia casa de estudios. Faltaba algo, sin embargo. Tomó la palabra el rector y dijo:
-Le tenemos una sorpresa a Catón. Hace unos días los 100 mejores estudiantes de nuestra Universidad recibieron una presea en la Ciudad de México, de manos del Presidente de la República. Con ese motivo se tomó la fotografía de cada uno de ellos en el momento de recibir su premio. Entre esos alumnos destacados estuvo Javier Fuentes de la Peña, hijo de Armando, el alumno más destacado de su especialidad en la Facultad de Filosofía y Letras. Voy a entregarle a Catón esa fotografía de Javier. Estoy seguro de que recibirla será para él motivo de orgullo y de satisfacción.
¡Vaya si lo fue! Algo así como recibir el Oscar, nomás que mejor. ¡Y con música de sinfónica! No cabe duda: hay regalos que regalan mucho.