Recuerdos del olvido

Opinión
/ 18 diciembre 2024

En esa vieja casa que mi tía Adela describía diciendo: ‘Son tres adobes meados’, mamá Lata cuidaba sus macetas de geranios, cuyo intenso olor a clavo de cocina está todavía en mi memoria

La calle de Arteaga es una de las más antiguas y tradicionales de Saltillo. Durante muchos años, con el nombre de “calle de San Fermín”, fue el límite de la ciudad por el noreste. Al paso del tiempo esa calle tuvo un problema grande. Muy cerca estaba la zona de tolerancia, cuyo centro se hallaba en la calle de Terán. Así, los honrados vecinos de la de Arteaga vivían en constante zozobra por la forzada proximidad con daifas, chulos y otras gentes de mal vivir.

La calle de Arteaga, al igual que el bello Pueblo Mágico del mismo nombre, se llama así en honor de don José María Arteaga, acendrado liberal y gran patriota. Nacido en la ciudad de México el año de 1827, se inició muy temprano en la vida de las armas. En San Luis Potosí se hizo soldado, y por méritos en campaña ascendió hasta general en el curso de las mil y una guerras que entonces había en México. Partidario de la Reforma, llegó a ser gobernador de Querétaro y Jalisco. Combatiendo contra los franceses fue hecho prisionero por el cruel coronel imperialista Ramón Méndez, que sin más ni más lo hizo fusilar al lado de otro ilustre liberal, don Carlos Salazar, en la ciudad de Uruapan. Eso fue el año de 1865.

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Unas horas antes de morir, el general Arteaga escribió una hermosa carta a su madre. Hecha con la natural emoción que pone en sus palabras aquel que va a morir, la carta de don José María está escrita, sin embargo, con un hermoso estilo. Pero ni estilo ni emoción valen lo que el patriotismo que muestra en esa carta el héroe liberal. Pertenecía él a la estirpe de aquellos hombres que al combatir al invasor lucharon por la preservación de la República y por el mantenimiento de la soberanía nacional.

He aquí un párrafo de la carta que don José María Arteaga escribió para que fuera entregada a su madre después de su muerte:

“...Hoy he caído prisionero y mañana seré fusilado. Muero a los 38 años de edad. En hora tan suprema es mi consuelo legar a mi familia un nombre sin tacha. Mi único crimen consiste en haber peleado por la independencia de mi país. Por eso me fusilan. Pero el patíbulo, madre mía, no infama, no, al militar que cumple con su deber y con su Patria”.

Como premio por el crimen de fusilar a Salazar y Arteaga sin formarles causa, recibió Méndez el generalato. Su nombre es recordado ahora tan sólo por su saña y crueldad. Los nombres de “Los Mártires de Uruapan”, en cambio, permanecen en la memoria y en la veneración de los mexicanos. Nuestra ciudad los honró imponiendo esos nombres a dos de sus calles, Arteaga y Salazar, en señal de perenne homenaje.

Mi abuela materna, mamá Lata, vivió en la calle de Arteaga, frente a la placita que dicen de Castelar. Ahí, en esa vieja casa que mi tía Adela describía diciendo: “Son tres adobes meados”, mamá Lata cuidaba sus macetas de geranios, cuyo intenso olor a clavo de cocina está todavía en mi memoria. Ahí rezaba su rosario mi abuelita, y ahí oía sus radionovelas, aquéllas de los años cuarenta y cincuenta. En una de ellas el avieso galán le pedía a la inocente joven que le diera una prueba de su amor. Ella cedió al fin, y al fin se dio. Exclamó mamá Lata, como si la tuviera enfrente: “¡Anda, pendeja!”.

Ayer caminé por la calle de Arteaga. Me salieron al paso amabilísimos fantasmas, y volví a percibir en el recuerdo aquel aroma a clavo de los geranios de mi abuela.

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