Pastorelas
Juanita quiere que el niño vea la pastorela que cada año se representa en el gran patio de la vecindad donde vive su familia... en el antiguo barrio Águila de Oro
Juanita, la criada de la casa materna, lleva al niño a ver una pastorela. El niño tiene 6 o 7 años; Juanita es una garrida moza que anda en veinte. El niño la ha visto cuando al lavar la ropa se moja el pecho: tras de la húmeda blusa blanca ve los oscuros círculos que en el seno rodean al erguido pezón. El niño no sabe por qué, pero se inquieta.
Ahora Juanita quiere que el niño vea la pastorela que cada año se representa en el gran patio de la vecindad donde vive su familia. Esa vecindad está por la calle de Bolívar, en el antiguo barrio llamado Águila de Oro. La vecindad debe haber sido mesón alguna vez: hay aposentos en los cuatro lados del patio, y en medio una pila que conserva todavía traza de abrevadero para los animales. En cada cuarto vive una familia, y al fondo se ve una letrina, la única para todos los habitantes de la vecindad.
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Pasa el tiempo. El niño es ahora hombre, y los hombres no se acuerdan de las cosas que verdaderamente importan. Por eso el hombre no recuerda a qué hora empezó la pastorela. Quizá empezó ya noche, pues el niño conserva en la memoria la visión de un gran fuego que lo llenaba todo con el resplandor de sus altas llamaradas. También recuerda el niño a Luzbel, con su espantable máscara. No se acuerda del ángel. Tampoco puede evocar los cantos pastoriles. Pero no olvida las llamas, ni el demonio...
Una hermana de Juanita, mayor que ella, se la pasa llorando todo el tiempo en aquella reunión. Viste de negro. Hace unos días murió su niñita, de difteria. En aquel tiempo la difteria mataba a muchos niños. Se les iba cerrando la garganta, poco a poco, hasta que el aire ya no podía pasar. Entonces se morían. Las madres veían con desesperación cómo sus hijos se esforzaban inútilmente por respirar. De pronto se desplomaban sin vida.
A la hermana de Juanita la han llevado a ver la pastorela para que se distraiga. Después de todo, ver una pastorela no es una diversión: es como ir a misa. Los pastores dicen sus parlamentos con voz monótona que casi no se entiende. Cada uno sabe de memoria lo que debe decir, pero un apuntador −hombre anciano que tiene barba blanca− les va diciendo los versos, para que los repitan. Los lee de un cuaderno. Ese cuaderno es importante. Pasa de padres a hijos, de generación en generación. El encargado de guardarlo lo conserva con más cuidado que los hebreos el Arca de la Alianza.
El niño no recuerda ningún verso de aquella pastorela. Se acuerda, sí, de que Juanita lo mantiene despierto porque ya van a dar la colación. El niño recibe pinole y un jarrito de champurrado. Después le dan colaciones, que son unos dulces pequeñitos pintados de colores. El niño no los come. Los guarda en la mano cerrada. Cuando después abre la mano las colaciones son blancas y su mano es azul y de color de rosa... Juanita ríe, y sonríe su hermana, aquella a la que se le murió su criaturita.
Por fin el sueño vence al niño. Lo llevan a dormir en la cama de Juanita. Luego, en la madrugada, la siente junto a sí. Duerme otra vez. En sus sueños está Juanita, con las oscuras areolas de los senos tras la blusa mojada; y está la niña que murió de difteria; y están las llamaradas, y la máscara del demonio. Sobre todos está un anciano de barba blanca que lee en un cuaderno versos que abajo repiten y actúan los hombres, y las mujeres, y los niños...