Al mojo de ajo
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Los hombres somos seres de razón, dicho sea sin exagerar. Por eso creemos en las supersticiones. El número 13, por ejemplo, es ominoso. Trece fueron los comensales en la Última Cena del Señor, y desde entonces el numerito ese corre con mala fama por el mundo. “Tengo 13 años de edad” —le dijo la bien desarrollada muchachilla a su galán en el cuarto del motel—. “¡Cómo es posible! —se espantó el sujeto—. ¡Vámonos inmediatamente de aquí!”. Le dijo ella: “Supersticioso ¿eh?’’.
No hay quien no tenga una superstición, así sea la superstición de no tener supersticiones. Mi amigo ateo se burló de mí cuando miró la vela que enciendo el primer día de cada mes para pedir a la Divina Providencia los inadvertidos milagros de la casa, el vestido y el sustento. Me dijo que incuría en un rito mágico, una imitación extralógica de mis antepasados, y usó terminologías de Levy-Strauss que no entendí. Una semana después visité a mi amigo en su tienda y vi sobre la puerta una ristra de ajos con moños colorados.
—Es para que no entre la mala suerte— me dijo.
El Estado más supersticioso de México es Tabasco. Visitar el mercado de Villahermosa es experiencia muy interesante. De los tres pisos que el mercado tiene dos y medio están dedicados a la venta de objetos esotéricos: amuletos, hierbas, incienso, pájaros disecados... Yo me compré un jabón de nombre “Cortalenguas”, el cual defiende de la maledicencia, y otro llamado “Évano”, así, con ve chica, que previene contra las asechanzas de mujer. Su nombre significa “Eva no”. El “Cortalenguas” sí sirve.
La proliferación de tantas cosas mágicas me la explicó un sociólogo de allá. Sucede que Tomás Garrido Canabal, gobernador tabasqueño de ingratísima memoria para algunos, prohibió el culto católico. Privados de ese recurso sobrenatural, los lugareños recurrieron a otro: el de la magia. Así, hasta nuestros días Villahermosa es un paraíso para vendedores y compradores de las mercaderías antes dichas.
Hace tiempo fui a Rinconada, comunidad situada entre Saltillo y Monterrey, a la altura de Casa Blanca. Se le ve desde la Cuesta de los Muertos, verdura en medio del grisáceo páramo. La gente de Rinconada cultiva ajos y luego los vende a orillas de la carretera. Dirá usted que la clientela los compra para sazonar la comida. Error muy grande: el próspero mercado se debe a aquella creencia de mi amigo, de que los ajos sirven para conjurar la desdicha o el mal fario. La gente los compra para evitar la mala suerte.
Sea entonces el ajo un gran sazonador —sin exceso— de comidas buenas, pero no se le tome como amuleto para conjurar las malas pasadas de la vida. Contra éstas no hay ajo que valga. Del rayo te salvarás, dice un adagio popular, pero de la raya nunca. Ni aunque vayas perpetuamente adobado al mojo de ajo.