Cuarentena. Episodio III. ¿Y dónde están las despensas?

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Un veterano Arnold Schwarzenegger comparte un video en el que insta a toda la población a quedarse en su casa (o sea, cada quien en su propia casa, no todos en la casa de Arnold).
En su reconvención, el traqueteado Terminator T-800 hace hincapié a los más jóvenes, mismos que con seguridad se preguntan al verlo: “¿y ese ruco ponchado quién es y por qué me está diciendo lo que puedo o no hacer?”.
Ignoran por supuesto que ese viejo –que aunque ahorita está igual que Thalía, que nomás se aburre y se graba en un nuevo video diciendo puras sandeces– salvó a esta ingrata humanidad en repetidas ocasiones durante la década de los noventa y hoy trata de hacer lo mismo desde la relativa seguridad de sus redes sociales.
Razón no le falta a don Arnoldo, quien ya es población de alto riesgo y hace bien en guardarse (atrás quedaron los días de pelearse con el Depredador y otras amenazas del espacio exterior como los musulmanes).
Nomás que Arnie (quien asegura que ya dio un paseo en bicicleta y se ejercitó en su gimnasio privado) está instalado muy a toda madre en su jacuzzi, fumando uno de sus característicos habanos que tanto le chiflan, lo mismo que las doñitas del servicio doméstico, de las que debe tener al menos tres ya desinfectadas bajo su techo.
Aunque su intención es buena, Arnold no es en realidad el mejor parámetro para establecer la forma en que la gente debe afrontar la contingencia (a él como quiera le pagan 20 millones de dólares, aunque cada película de Terminator esté peor que la anterior).
Quizás para la media de sus compatriotas tenga algo de sentido ver cómo a Schwarzenegger la cuarentena se la súper pellizca, pero desde luego no es así para todos.
Este alarde del estilo de vida del exgobernador de California debe caerle como patada en los meros aguacates a los neoyorkinos, por ejemplo, quienes están obligados a recluirse en viviendas que compiten en minimalismo con una casa mexicana de interés social (la diferencia, claro, es que en la Gran Manzana tienen para estirar las piernas y ejercitarse el Central Park, y uno nomás cuenta con la correteada que le ponga el “Brayan” con su cuchillo).
Empero, aunque no es para desestimarse, no es el hacinamiento ni por asomo el peor aspecto de la cuarentena.
Sí, sí está muy cabrón verse compelido a una convivencia tan estrecha y sin respiro con nuestra gente más amada (o más aborrecida). Sí es causa de un serio deterioro emocional y constituye una dura prueba para todos nuestros lazos afectivos. No es un inconveniente menor, pero de ello ya nos ocupamos en el capítulo anterior.
Mi gran preocupación en realidad es concerniente a todas las personas que –a diferencia de Arnold y muchos de nosotros– tienen que salir a chingarle sí o sí.
En nuestra precaria economía tenemos que considerar a quienes no van a retirar su dinerito del cajero la siguiente quincena por la sencilla razón de que viven al día, de lo que su actividad le reporta.
Este segmento de la población no puede darse el lujo de hacer un paro ante la amenaza de un enemigo invisible porque otro fantasma, el del hambre, le acecha en casa.
Y dado que no hay recomendación sanitaria que pueda persuadir a nadie de quedarse encerrado a esperar una muerte por inanición, le conmino a que si tiene un juicio que emitir contra las personas que vea empeñadas en ganarse unos cuantos pesos en las calles desiertas, se lo guarde mejor donde más falta le haga el papel higiénico.
Me pregunto sin embargo… ¿Y toda aquella asistencia social que gobiernos locales y federales arrojan al vasallaje como los generosos señores feudales que son?
¿Y dónde están las despensas? ¿Dónde los censos y los estudios sobre pobreza que cada gobierno realiza para tener a la marginación perfectamente ubicada?
Esas despensas que solemos ver con desdén por su infame naturaleza electorera, hoy podrían hacer una diferencia de vida o muerte en incontables hogares.
¿O es que los pobres sólo existen en vísperas electorales? ¿Es que acaso no cuentan ahora, precisamente en el momento más penoso que el planeta entero atraviesa desde las Guerras Mundiales?
Hoy que sí es urgente paliar los efectos de la pobreza –y dejar las soluciones de fondo para mejor ocasión– quisiéramos ver la asistencia gubernamental aliviando el hambre, para que la gente efectivamente se pueda quedar en casa y tengamos una oportunidad de disipar el peligro de contagio cuanto antes.
Sé que es muy ingenua mi petición, que la asistencia en México está implementada sólo como instrumento del clientelismo político y que poco o nada le importa a nuestros gobiernos (de todos los niveles y colores) quién sobrevive o quién perece.
Sólo traje todo esto a colación porque en algún momento, eventualmente, las cosas habrán de regresar a la normalidad (espero) y allí los hemos de tener de vuelta, a los mismos de siempre, solicitándonos el voto. Ese día recuérdeles que hoy brillaron por su ausencia.
Mientras tanto, usted que sí es gente, ayude a los que corren con menos suerte. Sea generoso con los necesitados y haga algo más que sólo repetir “¡quédate en casa!” como el baquetón de Arnold.