Dar ánimos
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Para Sergio Díaz, inspirador involuntario de este espacio.
Andar “de capa caída” —o caida, como dicen algunos clásicos— constituye un estadio al cual se llega, como a todo lo indeseable, de forma involuntaria pero también inevitable. No hay manera de huirle al desánimo en este mundo anegado de motivos para el pesimismo.
Pocas cosas tan fáciles como tropezar, porque si algo se encuentra uno en el camino son piedras: colocadas ahí por nuestros congéneres o por ese viejo burlón y desalmado a quien llamamos genéricamente destino.
Y cuando uno tropieza, pues requiere del apoyo de sus semejantes para levantarse, recuperar el paso, restañar el orgullo y atreverse a ver nuevamente con optimismo el porvenir.
Para eso —entre otras cosas, por supuesto— son los amigos, los cuadernos, los carnales a los cuales uno escoge en el tránsito por este valle de lágrimas. Los miembros de la pandilla son los responsables de mantenerle a uno en pie y ayudarle a superar los obstáculos del sendero.
Grandes mentes han plasmado tal idea en frases para la inmortalidad. Se trata de enunciados a los cuales debemos recurrir en forma constante para orientar nuestras acciones.
San Agustín, por ejemplo, nos mostró el camino diciendo: “si precisas una mano, recuerda: yo tengo dos”; Charles Dickens dejó claro el mayor valor de los seres humanos al decir: “Nadie es inútil en este mundo mientras pueda aliviar un poco la carga a sus semejantes” y Thomas Jefferson advirtió a la humanidad sobre la obligación de la solidaridad al sentenciar: “Indudablemente nadie se ocupa de quien no se ocupa de nadie”.
Poco espacio queda pues para la duda o el titubeo: apoyar a los otros —sobre todo a los amigos, por supuesto— constituye un deber a cuyo cumplimiento no podemos renunciar sin condenarnos a nosotros mismos a la deshonra y al oprobio, es decir, sin arrojar manchas de carácter perenne sobre el apellido.
Muchas fórmulas existen, desde luego, para manifestar solidaridad, para expresar nuestro respaldo, para hacer patente nuestro apoyo a la causa de un congénere.
Se respalda al camarada, por igual, sacando la cartera y azotando con unos fierros para cubrir el funeral de la jefecita o avalando sin pestañear la versión sobre el motivo de su tardanza en llegar a casa —inventada ipso facto— frente al reclamo airado de su domadora…
Se le apoya lo mismo ayudándole a matar el tiempo —y distrayéndole— mientras espera los resultados de un examen de laboratorio, o aportando argumentos para desvirtuar la acusación lanzada en su contra por un compañero de trabajo a quien la envidia le ha llevado a señalar a nuestro cuate como autor de conductas indebidas.
Todos los ejemplos anteriores, por cierto, desembocan en un sólo mar: el respaldo, el apoyo, la defensa, el patrocinio de nuestros pares, lo requerimos en los momentos difíciles, en los episodios en los cuales la diosa fortuna se ha cebado sobre nosotros y nos somete a duras pruebas.
Y es lógico: la solidaridad en tiempos de bonanza no solamente resulta innecesaria sino carente de virtud. Incluso puede resultar sospechosa, pues quien se aproxima a ofrecer amistad en época de vacas gordas seguro trae consigo un recipiente en el cual pretende recolectar para sí parte de las ganancias a las cuales hemos accedido.
No está mal, desde luego, refrendar nuestros afectos en la cresta de la ola, pero se antoja clasificar como auténtico sólo el respaldo de quienes también han estado ahí en las duras, en los momentos de crisis.
Todos hemos tenido episodios en los cuales nos hemos sentido realmente confortados con el abrazo sincero del amigo incondicional, del camarada estoico a quien no le aleja ni el más fuerte vendaval, ni las adversidades capaces de pulverizar el optimismo más sólido.
Esos momentos se guardan, se atesoran como joyas cuyo valor nos permite atisbar al sentido más
profundo de la existencia y nos otorga la certeza de haber vivido una vida digna de tal nombre.
En la semana tuve la oportunidad de atestiguar uno de esos momentos para la inmortalidad. Sentí —diría el maestro Guillermo Sheridan— como si hubiera sido bautizado en una religión primaria.
Un camarada le contaba a otro de una difícil decisión tomada recién y le compartía algunas dudas. No
estaba absolutamente seguro de haber hecho lo correcto… o lo mas correcto. Creía haber evaluado bien las opciones, sopesado de forma apropiada los elementos de juicio, ponderado con justicia los méritos de cada posibilidad pero, a pesar de ello, tenía dudas.
Y entonces el amigo le tranquilizó de un trancazo:
—Mi hermano —le dijo con absoluta determinación—: usted no se preocupe. Aquí estoy yo para respaldarlo en sus decisiones… ¡por más estúpidas que éstas sean!
¿Quién podría seguir sintiéndose presa de la incertidumbre ante un espaldarazo de tal calibre?
Twitter: @Sibaja3