Desde la cuarentena. Vol. 15
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Little Richard pertenece a la generación de artistas que modelaron el rock and roll
A-wop-bop-a-loo-bop-a-wop-bam-boom!
Pocas frases tienen tanto significado como este galimatías onomatopéyico que hace de introducción y marca el compás para la animada melodía que precede: una lasciva letanía estructurada en el andamiaje clásico de blues de 12 tiempos.
“Tutti-frutti, aw rooty!” se ha venido repitiendo ad nauseam desde mediados del siglo pasado, sin que nos haya molestado demasiado el incierto origen de este estribillo.
El deceso de Little Richard o “Ricardito”, como se le conoció en su momento al intérprete de este éxito discográfico atemporal, quizás sólo represente eso para mucha gente: la muerte del responsable de un clásico del rock que todavía se toca en las bodas.
Es todo en realidad un poco más complicado y profundo: Little Richard pertenece a la generación de artistas que modelaron el rock and roll y que a su vez definieron la forma de producir, presentar y comercializar la música popular.
Y muy a propósito del viejo buen rock and roll, si Chuck Berry se reconoce como el arquitecto que diseñó su sonido característico basado en “riffs” o frases melódicas de guitarra, a Little Richard se le deben otros atributos quizás no intrínsecamente musicales, pero en absoluto ajenos a la interpretación y al arte.
Sucede que siendo apenas un muchacho, Richard Wayne Penniman fue literalmente corrido de la casa por su padre, quien no soportó las tendencias homosexuales de la estrella del rock en ciernes.
Sin hogar, pero ya liberado del yugo y la opresión paterna, Penniman pudo dar rienda suelta a su colorida personalidad y construir sin atavismos su álter ego para los escenarios.
Ya con varios sencillos grabados, pero aún buscando forjarse un nombre y un prestigio dentro de la incipiente industria discográfica y a falta de un mejor tema con el cual trabajar, fue en una sesión de estudio que comenzó a improvisar con una canción que el artista ya hacía en sus presentaciones en vivo: “Tutti Frutti”.
Originalmente la letra decía algo así como: “Tutti frutti, good booty… If it don’t fit, don’t force it… You can grease it, make it easy”.
Si no lo puede traducir, o aun traducido no le queda claro cuál es el posible significado encerrado en estos versos simplones, sepa que hacen una apología al amor homosexual y más que al amor, a la sodomía.
El productor tuvo que descafeinar aquellas estrofas sicalípticas porque intuyó que tenía entre manos un posible trancazo radiofónico, así que contrató a otra compositora (Dorothy LaBostrie) para que le diera un giro más comercial. Por eso el crédito de la canción es compartido y por eso el resultado lírico final es francamente genérico y anodino: (“I got a gal, her name’s Sue, she knows just what to do…”).
Independientemente de lo anterior, el mérito de Little Richard es haber tomado aquella variación electrificada del blues y convertirla en algo más estridente, peligrosón, sexualizado y andrógino.
Le dio teatralidad, mucha teatralidad, elemento sin el cual no existirían carreras como la de David Bowie o Elton John, o Prince.
Musicalmente, aquella primera camada de rocanroleros gestó a la generación Elvis, luego a la Invasión Británica, al pop, a la onda psicodélica, al hard rock, al glam, al punk, al grunge… El género que guste, el artista que me diga, lo más seguro es que exista una línea que lo conecta con aquel movimiento primigenio del que Little Richard fue pieza fundamental.
Por eso nunca está de más reconocer en la hora de su partida a quienes hicieron posible el mundo en el que hoy vivimos. Y no me refiero sólo al ámbito de las artes y del entretenimiento.
Muchas de las libertades sociales que hoy damos por sentadas y con las que la actual generación ya nació adquiridas, se ganaron gracias a que alguien decidió que no iba a “enclosetar” su personalidad y su naturaleza, por mucho que en su época se le exigiera guardarse esas actitudes y esos manierismos por no ser “cosas de hombres”.
Y ya cuando ese alguien decide en cambio que el mundo es el que va a tener que doblegarse ante su inusitada individualidad, no está ganando una batalla para sí, sino para toda la raza humana.
La vistosa personalidad de Little Richard, sus ojos delineados, sus peinados pompadour, su vivacidad y sus alardes interpretativos, fueron su marca hasta bien entrados los años 90.
Quizás considere un tanto ocioso que le dediquemos este espacio a una vieja leyenda de la música, pero no me diga que preferiría que siguiéramos hablando del COVID-19.
Lo más seguro es que lo tengamos que hacer, tarde o temprano, mientras persista la cuarentena, la pandemia no ceda y no se resuelva el enigma de su origen.
Pero por hoy, larga vida a Little Richard, larga vida al rock and roll. Y una vez más, dice:
A-wop-bop-a-loo-bop-a-wop-bam-boom!