A dos años
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Hace dos años se llevaba a cabo una jornada electoral que muchos consideraban trascendental, tal vez histórica. Después de 15 años de campaña y en su tercer intento, Andrés Manuel López Obrador era el gran favorito de todas las encuestas y las principales dudas giraban en torno a cuál sería su margen de victoria.
Flotaban en el aire algunas inquietudes, preocupaciones: la primera —tal vez inevitable en un país como el nuestro— era si se respetarían los resultados. En las 72 horas previas a la jornada electoral corrieron rumores de que "el sistema" haría algo para impedir el triunfo lopezobradorista. Paradójicamente, ese rumor terminó beneficiándolo: más de un votante prefirió en el último momento conjurar el riesgo de un intento de fraude o de un conflicto poselectoral dándole a López Obrador un colchón de votos para impedirlo.
A lo largo de ese 1 de julio imperaba un ambiente de emoción, de nerviosismo (positivo y no tanto), de expectativa. Conforme fluyeron los resultados se confirmaron los pronósticos y sucedieron dos cosas adicionales que sumaron optimismo: las muy rápidas y altamente decorosas y elegantes declaraciones tanto del candidato "del sistema" (o sea del partido en el poder) José Antonio Meade como del presidente de la república, Enrique Peña. Aunque un poco menos generoso, el discurso de concesión del candidato de la amplia (y fallida) coalición de derecha y centroizquierda, Ricardo Anaya, contribuyó a que, ese día, nos sintiéramos ciudadanos de un país maduro, plenamente democrático, civilizado.
Por la noche, dos discursos en dos plazas distintas, del vencedor: en uno, Andrés Manuel se dirigió a su base, a su militancia, a quienes lo llevaron a lo largo de todos sus años de lucha y de derrotas. En el otro, nos habló a los mexicanos que en ese momento esperábamos, no sin trepidación, ver cómo sería en su nuevo papel de eterno luchador: y es que no es lo mismo haber visto una y otra vez a Sísifo que de repente mirarlo exitoso en la cúspide de la montaña.
El segundo discurso de AMLO fue moderado, conciliador. La cereza en el pastel de una jornada perfecta. Y la transición fue aterciopelada, como ninguna que yo recuerde antes. Fuera o no su obligación, es algo que debemos reconocerle a Peña Nieto y a su gobierno: se comportaron como demócratas de verdad. Y eso, queridos lectores, se dice fácil.
A dos años de esa fiesta democrática y ciudadana, de esa victoria de las instituciones sobre los intereses creados, tal pareciera que vivimos en otro país, en otra realidad.
No sé qué tanto deberíamos estar sorprendidos: López Obrador prometió una transformación, un cambio de fondo. Nunca ocultó su desagrado por el estado de las cosas, por la manera de operar de las instituciones. Algunas de sus más sonadas (y más criticadas) decisiones, como la de cancelar el NAIM, estaban cantadas. Sus programas de apoyo a la población en condición de pobreza tampoco pueden sorprender, ni su rechazo tajante a la corrupción o el influyentismo de antes.
Me ha sorprendido, sí, el tono que ha adoptado el presidente López Obrador. No es el tono generoso de quien ganó con la más grande mayoría desde que hay elecciones competitivas en México (antes de él, solo Miguel de la Madrid, en elecciones que eran, por decirlo amablemente, predecibles). No es el tono de quien ganó prácticamente todos los segmentos demográficos y socioeconómicos, según las encuestas de salida. Y no es, tampoco, el de quien busca conservar la muy amplia suma de voluntades y votos que lo llevó a la presidencia.
Dos años desde la elección y un año con siete meses de gestión me parecen insuficientes para emitir un juicio definitivo acerca de este presidente, de esta presidencia, máxime cuando cuatro meses han estado arcados por una crisis mundial de proporciones descomunales, sin precedente. Pero sí puedo juzgar el estilo, uno que descalifica y excluye antes que sumar, una que abraza a sus extremistas antes de reconocer a los moderados, que se olvida del centro que le dio la victoria pero abraza a los radicales que lo acompañaron en la derrota en sus dos intentos anteriores.
De sus opositores y sus enemigos ya me he ocupado, y de nuevo lo haré próximamente. Por lo pronto sólo me queda advertir que el gran riesgo de Sísifo no es la derrota inevitable, sino el qué hacer cuando se alcanza la cima. Ahí el verdadero desafío.