El falsete y la falsía

Politicón
/ 20 diciembre 2015
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Ahora estoy hablando con don Abundio acerca de las cosas del Potrero. Me dice de repente en tono admonitorio, sin que el consejo venga al caso:

-Mire, licenciado: si ve usté a alguien que está en el vivo sol pudiendo estar en la sombrita, haga negocios con él. De seguro es un pendejo.

¡Viejo socarrón! Hasta ahora me doy cuenta de que a lo largo de la conversación yo había estado bajo los rayos del sol, en tanto que él se protegía con la sombra que daba la pared.

¿Qué edad tiene don Abundio? Yo no se lo pregunto. Quienes llegan al rancho, mis amigos, sí:

-¿Cuántos años tiene usted, don Abundio?

Su respuesta:

-Cada año uno más. Cada año uno menos.

Yo pienso que esa frase bien pudo haberla dicho Séneca.

Fuimos hace un par de semanas a visitar un rancho ganadero en Nuevo León. Su dueño nos lleva en camioneta a recorrerlo en toda su extensión. El camino está lleno de falsetes. ¿Qué es un falsete? En lengua campirana es una puerta falsa que se pone para evitar que las reses salgan de una extensión cercada. Esos falsetes están hechos de palos unidos por alambres de púas. Hay que abrirlos para pasar por ellos y luego volverlos a cerrar, pues dejarlos abiertos es, en el campo, faltar muy gravemente a los deberes de buena vecindad.

Va don Abundio en la camioneta del lado de la puerta; el dueño del rancho va al volante; en medio yo. Así, a don Abundio le toca abrir y cerrar los falsetes. Y son muchos. Un falsete... Bajar de la camioneta. Abrir. Cerrar. Subir a la camioneta... Quinientos metros más allá otro falsete... Bajar de la camioneta. Abrir. Cerrar. Subir a la camioneta... Y a los trescientos metros otro falsete más... Bajar de la camioneta. Abrir. Cerrar. Subir a la camioneta... Y otro falsete... Y otro... Y otro... Y al regreso lo mismo otra vez.

Llegamos a comer a las 4 de la tarde. El rico propietario nos ofrece una cerveza. Empieza a hablarnos de sí mismo.

Le gusta ir a Las Vegas. Le gusta más ir a Las Vegas que a París, donde se aburre cada vez que lo lleva su señora.

-Y usted, don Abundio ¿ha ido ya a Las Vegas?

-No señor; pa’llá  no conozco, la verdá.

-Pues vamos -propone el señor, que se ha tomado tres cervezas ya-. Yo los invito. Nos vamos usted, el licenciado y yo.

Don Abundio le da un trago a su cerveza.

-Perdone la ignorancia -pregunta luego-. ¿Qué tan lejos está de aquí Las Vegas?

-Hombre, no sé -vacila el ganadero-. Por carretera, unos 2 mil kilómetros, supongo.

Y repite otra vez la invitación:

-Ándele, vamos, don Abundio. Yo lo invito.

-No, -rechaza el viejo-. De aquí a allá debe haber un chingo de falsetes.

El ganadero no conoce a don Abundio. No sabe si ha hablado en serio o en broma. Yo, que conozco bien a don Abundio, tampoco sé si ha hablado en broma o en serio. Y es que cuando tiene una de esas salidas -que son más bien entradas- se queda con expresión inexpresiva. El ganadero no repite la invitación; cambia de tema. Poco después don Abundio pide permiso para salir “afuera”. Cuando se ha retirado me dice el anfitrión:

-Oye: se me hace que don Abundio me chingó.

Yo le respondo:

-Nos.

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