El poder de la oración

Politicón
/ 3 mayo 2020

Oré con fe profunda, padre; pedí con devoción que volviera el vigor. Cuando menos lo esperaba, llegó

“Búscate una esposa, hijo –le aconsejó el señor a su primogénito, que estaba desempleado-. No es justo que culpes solamente a López Obrador de todo lo malo que te pasa”… A los pocos meses de casada Fecundina le anunció jubilosa a su mamá que ella también iba a serlo. Quiero decir que se hallaba en estado de buena esperanza, encinta, embarazada. Para mayor felicidad iba a tener gemelitos. Precisó con orgullo la muchacha: “Dice mi ginecóloga que esto sucede solamente una de cada mil veces”. “¡Cielo santo! –se asustó la madre-. ¿Pos cuándo completaron las mil veces?”... El doctor Duerf, célebre analista, fue al baño del restorán a fin de desahogar una necesidad menor. Al estarlo haciendo observó que el tipo que tenía al lado guiñaba continuamente un ojo. “Perdone usted –le dijo-. Soy psiquiatra de profesión, y puedo decirle que su tic nervioso, movimiento espasmódico, mímico, habitual, parecido en mucho al síndrome llamado de Guinon, también conocido como de Gilles de la Tourette, obedece de seguro al rechazo que en la infancia sufrió usted por parte de su madre”. “¡Ni mi madre ni la suya, desgraciado! –profirió con enojo el individuo-. ¡Lo que pasa es que me está usted salpicando!”… Un sujeto fue a confesarse con el padre Arsilio. El buen sacerdote le pidió: “Dime tus pecados, hijo”. Respondió el penitente: “No sé si lo que voy a contarle sea pecado, señor cura. Sucede que de pronto comencé a tener episodios de impotencia. Jamás me había pasado eso, y de un día para otro empecé a quedar mal con mi señora, que como toda esposa esperaba de su marido el cumplimiento del débito conyugal que prescriben tanto el Código Civil como el de Derecho Canónico, aquél por efecto de un contrato, éste por virtud de un sacramento. Unas cuantas gotas de las miríficas aguas de Saltillo habrían bastado para ponerme en aptitud de izar nuevamente el lábaro de mi varonía, pero sucede que por razones varias no pude trasladarme a esa bellísima ciudad, de modo que hube de recurrir a los remedios de uso en la farmacopea. El más conocido no surtió ningún efecto: ya se me estaban poniendo los ojos azules, y nada. Mi ánimo andaba por los suelos junto con todo lo demás. Estaba desesperado -¡ay mísero de mí, ay infelice! -cuando le oí a usted un sermón acerca del tema “Pedid y se os dará”. Sé bien que las cosas del Cielo no deben aplicar a cuestiones terrenales como la disfunción eréctil, pero su prédica acerca de la fuerza de la oración fue tan viva que decidí aplicarla a mi dificultad. Oré con fe profunda, padre; pedí con devoción que me fuera restituido el vigor de la desfallecida parte. Y he aquí, señor cura, que cuando menos lo esperaba se hizo el milagro. Lo que estaba agónico revivió; floreció lo que se hallaba en estado de sequía; el abatido lábaro volvió a enhestarse cual victoriosa grímpola. En ese mismo instante le hice a mi esposa una demostración de amor comparada con la cual mis mejores actuaciones previas se pueden calificar de desmañados intentos de novato. La dejé pa’l arrastre, según expresó ella en términos taurinos”. “Largo el relato, hijo –acotó en ese punto el padre Arsilio-. Si lo escuché completo fue sólo por buena educación y porque así lo prescribe el Thesaurus Confessarii. Pero dime: ¿qué escrúpulo tienes al respecto?”. Manifestó su inquietud el penitente: “Me pregunto, padre, si debo pedir perdón a la Santa Madre Iglesia por haber empleado la oración para conseguir un fin tan mundanal”. “No lo creo -respondió el sacerdote-. ¿Por qué lo piensas?”. Dijo el otro: “Porque a la gente que estaba en aquel momento en el supermercado sí le tuve que pedir una disculpa”… FIN.

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