Hermandad

Politicón
/ 6 abril 2018

Cuando uno tiene la oportunidad de compartir gran parte de su vida a lado de quienes llamamos hermanos, todas las cosas se vuelven distintas

Cada persona que conocemos o que se integra a nuestra vida tiene un significado y una posición distinta en ella. Hay quienes han estado quizás no desde siempre, pero sí lo suficiente como para volverse parte importante y valiosa de nuestros días; sin embargo, hay quienes sí han estado desde el principio de nuestro existir y que, aunque la posibilidad de escogerlos no estuvo nunca en nuestras manos, el destino definitivamente no se equivocó al dárnoslos: los hermanos. Póngase cómodo, querido lector, que pretendo robarme su maravillosa atención por un buen rato.

Cuando uno tiene la oportunidad de compartir gran parte de su vida a lado de quienes llamamos hermanos, todas las cosas se vuelven distintas. Quién diría que, de todas las posibilidades genéticas que existen o de todos los distintos pequeños que se encuentran esperando por ser amados y abrazados en un hogar, nuestros padres (o la persona que estuviese a cargo en ese momento) nos regalarían no sólo un miembro nuevo de la familia, sino también un individuo con el que compartiríamos todos los días, todas las horas, todas las etapas, la imaginación, la creatividad, las decisiones cruciales, las risas, las lágrimas, entre otras tantas vivencias que no se podrían compartir con nadie más.

Me parece increíble y fascinante cómo todo conspiró para que nos tocaran los hermanos que nos tocaron, pues, evidentemente, no seríamos nosotros si no fuese en gran parte gracias a ellos. Un hermano abarca roles variados, dependiendo del caso en que nos encontremos. A veces ha sido el mejor psicólogo y terapeuta, guardando los secretos más profundos, oscuros y enigmáticos de nuestra alma; otras veces ha sido el mejor de los arquitectos, ayudándonos a diseñar fuertes hechos de cobijas y almohadas, y, por supuesto, el mejor de los abogados, pues siempre ha contado con los argumentos perfectos para acusarnos o rescatarnos ante la autoridad en cuestión.

Los hermanos nos han hecho descubrir virtudes, emociones y sentimientos como la paciencia, la ira, la complicidad, la fortuna, la alegría, el misterio y el siempre hacernos sentir acompañados; son esa compañía que uno no pidió ni eligió, pero que fue enviada en la medida y cantidad exacta para nosotros, compartiendo momentos, ropa, regaños, viajes, travesuras, aciertos y desaciertos. Siempre he dicho que, en la vida, debemos encontrarnos con personas que nos entiendan sin hablar, y no existe mejor ejemplo de ello que un hermano, pues es, en mi caso, la persona con la que más disfruto salir en el coche escuchando mi canción favorita, la niña con la que puedo recostarme horas en silencio; que sabe leerme perfectamente las miradas, los pensamientos y que anticipa mis respuestas y actos incluso antes de que se me hubieran ocurrido.

Es la persona a la cual no tengo que estarle demostrando o repitiendo las cosas para que tenga en claro que nunca le voy a fallar, pues estamos acostumbrados a un constante evidenciamiento y comprobación del todo. En otras palabras, existe tanto entre nosotras de por medio que las palabras salen sobrando y, como sucede habitualmente cuando estás con alguien que amas, el tiempo nos termina faltando. Los hermanos, contrario a la mayoría de las cosas en la vida, no tienen fin alguno, pues, tras tanto tiempo compartido, se vuelven parte de nosotros, observándolos siempre que miramos nuestro reflejo; haciéndonos sentir, aunque no estén físicamente, que nunca estamos solos. 

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