Hilo de sangre

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De esto que voy a contar hace muchos años.
¿Cuántos?
No sé. Los años, que a veces cuentan mucho, a veces no cuentan.
Este amable señor se ha levantado a las 4 de la mañana para llevarme de mi hotel al aeropuerto. Todavía es de noche. Yo hago uno de esos viajes absurdos -¿habrá alguno que no lo sea para quien ama el sosiego de su casa?-, uno de esos extraños viajes derivados de mi oficio de juglar: debía salir de Querétaro a las 6 de la mañana con rumbo a Monterrey, y a las 8 y media tomar otro avión que me llevaría a Puerto Vallarta. No encontró la agencia de viajes otro modo de ponerme ahí a tiempo para cumplir mis compromisos.
Es muy alto y delgado este señor, y tiene aspecto distinguido. Le encuentro parecido con John Gavin, que fue actor y luego degeneró en político.
A mí la gente me cuenta cosas, y luego yo le cuento esas cosas a la gente. Los relatos que escribo no son tan buenos como los que escucho: les falta la escenografía. Sucede lo que en aquella representación de Rigoletto que oí una vez en Londres, en el Covent Garden. Los encargados de la utilería y el vestuario se pusieron en huelga de repente, y la ópera se cantó sin decorados y con la ropa que los cantantes llevaban al salir de su casa. Gilda iba en blue jeans y chaqueta de cuero; el duque de Mantua traía tenis; Rigoletto lucía bermudas, camisa hawaiana y chanclas. No fue lo mismo.
Tampoco yo puedo reproducir el ambiente en que oigo los relatos de las mujeres y los hombres que veo en mis viajes y que jamás, posiblemente, volveré a ver. ¿Puede alguien poner en un artículo para periódico la noche queretana, el silencio de la ciudad no amanecida, el viento del alba que -adivinas- llega de la Cuesta China buscando el acueducto para pasar bajo sus arcos?
Este señor me dice que es hijo de español. Su padre llegó a México cuando la Guerra Civil. En España era campesino. Un día los republicanos ocuparon su aldea, formaron a todos los hombres en la plaza y a cada uno le dieron un fusil. Tenía él 17 años. Dos combatió, y luego llegó el final de la guerra. Logró escapar a Francia, y ahí estuvo en un campo de concentración. Los franceses sacaban a los refugiados todas las mañanas y los llevaban a trabajar en una fábrica. Por la noche los encerraban otra vez. En la fábrica vio el muchacho a una chica de grandes ojos negros, española también, y refugiada. Después de un año el muchacho salió del campo de concentración y fue a Marsella, pues supo de un barco que iba a México. En el barco volvió a ver a la chica. Con ella se casó al llegar a Veracruz.
El señor recuerda que su padre tenía las piernas llenas de cicatrices.
-¿Por qué? -le preguntó un día.
-No sabíamos nada de la guerra -le explicó él-. Nadie nos dijo que cuando estalla una bomba te debes tirar al suelo. Nosotros las veíamos explotar en la tierra, y nos subíamos a los árboles para salvarnos.
Hemos llegado al aeropuerto. Nos despedimos. Ahora voy en el avión. Desde la ventanilla miro el cielo. No es ya de noche, y no es aún de día. Si estás despierto a esa hora te visitan tus fantasmas. Vuelvo a mirar por la ventana. Hay una nube que tiene forma de árbol.