Plaza de almas
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Este niño no tiene aún recuerdos. O si los tiene son difusos como un sueño: el de aquella prima con cara de muñeca que estuvo una vez de vacaciones en la casa; el del borracho que pasó un día por la calle, tambaleándose, y que al pasar le dijo palabras incoherentes; el del hombrón silencioso que vino a matar de un garrotazo en la cabeza al perro Kaiser, porque se pensó que tenía rabia. Todo eso lo puso el niño en un borroso olvido. Por eso no está recordando: está solamente viendo a través de la ventana. Viendo nada. Los recuerdos vendrán después, cuando los años vengan. Llegarán por esa misma calle; entrarán por esta misma ventana. Ahora son días de Semana Santa. Desde aquel miércoles la tristeza ocupó la casa. Se metió por la puerta de la calle y se alargó hasta la tapia del corral. Igual sucedió en el pueblo y en sus moradores: todos se entristecieron. La ceniza que el cura puso en la frente de mujeres y hombres cayó también sobre las cosas. Aquí en la casa los retratos, los espejos y las imágenes de santos han sido cubiertos con lienzos de color morado. Se cerró con llave el piano de la sala, y se hizo detener el péndulo del reloj de pedestal que suena con música la hora. Las jaulas de los canarios y gorriones fueron llevadas a la caballeriza para que su canto no se escuche en las habitaciones. El radio está apagado permanentemente. Han dejado de oírse por las noches los programas que después de cenar oían juntos el señor y la señora: el del Panzón Panseco; “El cochinito”; “La hora del aficionado”; El risámetro”, “El doctor IQ”, y los domingos por la noche el de Carlos Lacroix. El niño oye decir que el cine –uno nomás hay en el pueblo- está vacío: nadie va a las funciones, aunque en estos días pasan películas como “Rey de Reyes” o “El Mártir del Calvario”. Aquí en la casa las mujeres visten de luto, lo mismo la señora que las criadas. El papá, que tiene la voz fuerte, habla más quedo, y el muchacho que viene a traer la alfalfa de la vaca no silba como siempre. Ya no circula el carro de sonido que al compás de la canción de moda anuncia las ofertas en la tienda del árabe. Ayer el niño quiso mirarse en el espejo del ropero y movió un poco el lienzo de color morado. Su mamá lo regañó: “Eso no se hace”. Pregunta él, temeroso: “¿Quién se murió?”. Y su madre: “El viernes va a morir Nuestro Señor”. Una extraña congoja invade al niño, aunque no sabe quién es el señor que morirá. Vaga de un lado a otro de la casa; va y viene sin ir y sin venir. Sale al patio, mira al cielo y le parece que se ha puesto también color morado. Va a su cuarto, toma un libro de cuentos con ilustraciones y se pone a hojearlo. Pasa Lucía, la criada más antigua, y se lo quita: “No”. Saca su pelota y con ella va al zaguán. Llega Chilola, la lavandera, que trae la ropa blanca en una sábana anudada, y le recoge la pelota: “No, niño. En estos días no se juega”. El niño va otra vez a la ventana. Ahí está en este momento, sólo que convertido en viejo. Ahora sí tiene recuerdos. De su padre y su madre, que se fueron ya. De Lucía y Chilola, y el muchacho de la alfalfa, y el hombrón del perro, que son sombras, lo mismo que la lejana prima con cara de muñeca y el borracho que pasó aquel día tambaleándose y le dijo algo al pasar. Aquí están todavía aquel ropero, y los retratos, y el reloj de pedestal, mudo como entonces. Cuando el niño hombre llegó a la casa después de mucho tiempo halló esas cosas llenas de polvo. Pasó los dedos por el espejo y le pareció que le habían quedado llenos de ceniza. Sin darse cuenta se los llevó a la frente y se pintó en ella una cruz como la que ponía el cura… FIN.