Proselitismo cajonero
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Corre el periodo de precampañas y entre todo el tráfago de manos alzadas, aspiraciones y delirios, los partidos políticos comienzan poco a poco a definir a sus próximos abanderados. Casi todos, oh sorpresa, son rostros conocidos. Y no está mal: las aspiraciones son legítimas en tanto se ciñan a las reglas democráticas, se sustenten en propuestas bien articuladas y se expresen desde la convicción de ofrecerle buenos resultados a una ciudadanía harta de vivir con el fango al cuello. Pero sabemos de sobra que todo eso es medio guajiro, hay tanto profesional en esas artes de la succión de recursos públicos y el flotamiento de muertito que algunos ni se acuerdan de las cuentas que deben rendir. Como dijera Giulio Andreotti: “Il potere logora chi non ce l’ha”, o sea: “el poder desgasta a quien no lo tiene”. Así pasa en política: viene un proceso electoral e inicia el cansino desfile de los mismos personajes con discursos “tuneados” según la coyuntura, los mismos cuestionamientos en torno a lo anquilosado de una partidocracia cada vez más aberrante y menos representativa y el fastidio de un electorado que se sabe a las puertas de otro infame espectáculo de demagogia y atole con el dedo. Y aunque es evidente que las soluciones de fondo no vendrán de los partidos políticos, pareciera ser que pocas cosas cambian.
Cuando comenzó a hablarse de la “democracia digital” o la “e-democracy”, no se trataba sólo de una migración o una simple adaptación de las prácticas políticas tradicionales a los medios y plataformas digitales, sino de un fenómeno que, por definición, debería ser mucho más incluyente y profundo. Bajo esta realidad y como consecuencia de un intenso involucramiento ciudadano, los procesos políticos deberían ser mucho más plurales, transparentes y confiables. Y aunque es innegable que la incorporación de la tecnología a la dinámica política ha contribuido a fortalecer a la sociedad civil acercándole información, fomentando el pensamiento crítico y facilitando la construcción de propuestas, también es cierto que hay vicios casi imposibles de erradicar en los procesos democráticos. Y uno de ellos, que se evidencia siempre y desde muy temprano en los calendarios electorales, es la vacuidad de las propuestas o la convicción de que ni siquiera es necesario construirlas.
El 4 de abril llegará en un parpadeo. Ese día arrancan las campañas y, con ellas, la andanada de discursos llenos de soluciones mágicas y todo ese bombardeo que pretende hacernos ver a los políticos como un producto milagro capaz de conjurar los maleficios que se ciñen sobre nuestras muy atribuladas sociedades. Y esto no es para el electorado un ejercicio de imaginación, sino más bien de memoria, porque es la historia de toda la vida: fórmulas desgastadas de un proselitismo cajonero que sólo maquilla las formas sin atravesar el fondo. ¿Qué espera usted del candidato que próximamente le vendrá a pedir el voto? O, de otro modo: ¿qué tendrían qué demostrarle los políticos a usted para que aspiren a ganarse su confianza? No lo culpo si su respuesta trae un aire pesimista.
Hay además un elemento que se está volviendo común en el discurso: el rechazo al concepto de “político tradicional”. A la menor provocación todos intentan sacudirse de encima la etiqueta y se apresuran a decirse ciudadanos y cercanos a la gente, a asegurar que comparten sus hartazgos y, algunos de ellos, hasta se aventuran a asumir sus culpas como partícipes del desastre en aras de lograr la complacencia de una masa ávida de soluciones en fast track. Pero paradójicamente es toda esa ansia lo que los mete en la canasta que buscan evitar, la de los “políticos tradicionales”: esos que tan convencidos están de pertenecer a naturalezas casi ultraterrenas, que buscan simpatías montando las más burdas faramallas y por eso tanta foto de guaripas y garnachas. Este proceso electoral deberá representar también, para la partidocracia, un enésimo recordatorio de que el tufo de sus fórmulas es cada vez más rancio, de que si no aportan soluciones realistas ya nadie se va a tragar sus cuentos, de que los problemas son demasiados como para seguir perdiendo tiempo y recursos en infumables circos demagogos. A ver si esta vez muestran altura.