¡Qué señora tan señora!

Politicón
/ 13 enero 2021

Don Federico González Náñez fue maestro mío, queridísimo, en el Ateneo Fuente. Profesaba la clase de Literatura, que enseñaba no a la manera tradicional, sino con métodos modernos. 

En cierta ocasión me encargó de tarea que entrevistara a doña María Narro, gentil señora, pintora de talento excepcional, viuda de don José García Rodríguez, director hasta su muerte, y para siempre, del glorioso Colegio.

¡Qué grata resultó aquella tarea! Recibió doña María a aquel escolar tímido que era yo como si recibiera a un señor de su más alta y distinguida consideración. 

¡Qué finezas las suyas, que cortesía sin igual, que amabilísima cordialidad! Se enteró doña María del propósito de mi visita, que no era otro que el de pedirle que me hablara de ella, de su obra de notable pintora cuyo arte era admirado. 

Ahí, en las paredes de la recia casona de la calle de Obregón en que me recibió, estaban algunos de sus cuadros: retratos de perfecta factura, paisajes de los alrededores de Saltillo, y flores, muchas flores: kaiserinas de pétalos preciosos; plúmbagos pintados con el azul del cielo; rosas aterciopeladas; pomposos crisantemos
 Sus cuadros de flores habían dado fama a la pintora; todos los querían para adornar la sala de su casa. De eso esperaba yo que me hablara doña María, porque eso me había encargado mi maestro.

Pero no pude hacer esa tarea. Doña María Narro, con delicados subterfugios, desviaba la conversación y me hablaba de su esposo, de don Pepe, muerto hacía apenas unos cuantos años. Me decía que de él debíamos hablar, no de ella. Me contaba anécdotas de su marido; recordaba las cosas que decía; evocaba sus hermosos versos y mencionaba luego sus cuentos y novelas, dos de las cuales, inéditas, tendría yo, muchos años después, el privilegio de publicar gracias a la generosidad de su familia.

Aquel día se me fue el tiempo sin sentir oyendo la grata conversación de aquella señora que con ternura hablaba del esposo ido. No me dejó marchar doña María sin darme de merendar, una de esas meriendas saltilleras que se usaban antes, de chocolate con pan de azúcar. 

Sin embargo no me dio los datos que yo quería. -Ande, ande -recuerdo que me decía hablándome de usted-. De mí no hay nada qué contar. 

Me despidió en la puerta. Caminé calle abajo, llevándome conmigo la presencia tan dulce de aquella hermosa dama, pequeñita, de finas manos y blanca cabellera. Así la recuerdo todavía, y por ese recuerdo doy las gracias a la memoria de mi maestro, don Federico González Náñez, que nos encargaba tareas que a veces no podíamos hacer pero que aun sin hacerlas nos enriquecían la vida con enseñanzas que no se pueden olvidar.

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