Reflexión de un trayecto en autobús
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Desconozco el momento en que alguien le temió a la soledad y creó un trauma social sobre ello
Es domingo y el autobús va lleno. A lado mío, el chico de las gafas rojas lee “Jaque al trono” de Cristina Muñiz. Curioso pensar que nunca sabrá que estoy escribiendo sobre él; yo, la chica del asiento de su derecha. Es verdad cuando dicen que nunca se sabe quién nos observa, quién nos piensa, quién nos toma en cuenta, sintiendo que pasamos desapercibidos por la Tierra; hasta que un día te subes a un bus en Madrid y la chica de al lado escribe sobre ti en una columna que se publicará al otro lado del océano… Y así todo el tiempo. En fin, lamentablemente toca que Madrid se vaya haciendo lejano desde la vista de la ventana trasera; sin embargo, bien se sabe que para volver –como siempre sucede-, primero habrá que irse, y así lo estamos haciendo todos los que coincidimos en éste, el bus número 7.
Puedo asegurar, indudablemente, que no tengo idea en qué punto del trayecto nos encontramos; en medio de una carretera que divide en dos partes esta pradera deshabitada, estamos en movimiento 40 personas. Por fortuna, me tocó sentarme junto a la ventana. Contemplo la inexistencia de civilización a mi alrededor, cuando de pronto mi vista enfoca nuevamente y me sorprende mi reflejo, observándome mientras admiro el exterior. Me veo un poco cansada; y, aunque rodeada de personas, también concibo que estoy sola. Al final, quizás, la pradera y yo no somos tan distintas. Sola. Total, completa y absolutamente sola, en medio de la nada... Y qué dicha. ¿Por qué será que la gente tiene tanto miedo de estar sola; de “quedarse sola”? Solos llegamos, solos nos vamos; y, aunque disfruto en sobremanera estar rodeada de todos mis semejantes y de las muchas personas que amo con la vida, fue mi soledad la que más me ha enseñado. Fue estando sola cuando me reí un día sin motivo alguno; cuando, después de una gran noticia, me emocioné y me puse a bailar en mi cuarto; cuando lloré hasta que las lágrimas se me acabaron.
Fue estando sola cuando me dejé llenar por Cortázar y su “Rayuela”, sin mencionar a todos y cada uno de los textos de mis poetas muertos, cambiando mi vida de forma definitiva. Fue estando sola cuando escribí los versos que más he sentido; cuando el silencio y yo pactamos la tregua. Fue estando sola, caminando por la Gran Vía, cuando la vida y yo nos abrazamos. Y también, estando sola, es cuando más he amado, pues el amor más grande del mundo es el que a mí misma me he dado: haciéndome compañía, haciéndome mi amiga; regalándome paz y bienestar. Desconozco el momento en que alguien le temió a la soledad y creó un trauma social sobre ello; sin embargo, no tiene por qué seguir existiendo. No se trata de querer estar alrededor de las personas para evitar los momentos en que los pensamientos, sentimientos y el peso del mañana nublan la existencia del presente, los cuales ocurren a menudo cuando no hay alguien cerca con quien “distraerse”.
Se trata de compartir la propia compañía con la de otro; pues no hay algo más bello que dos soledades que se encuentran, quizás de forma temporal, y dejar que converjan sus presentes, sus deseos, sus formas de ver el mundo, nutriéndose el alma con el pedacito que nos ofrecen todos con quienes nos cruzamos. Mi reflejo me sonríe a través de la ventana, mientras detrás de él comienzan a despuntar las luces de Pamplona, donde personas maravillosas esperan mi llegada y yo su compañía. Me despido de mí, dejando un rastro de mi reflejo en la ventana del asiento 46- justo como lo he hecho en todos los lugares donde, por fortuna, he estado-, siendo consciente que, si algún día me pierdo, ya sabré encontrarme de nuevo.