Saberes y sabores

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Este amigo mío es hombre sabio. Le pregunta el mesero:
-¿Qué le sirvo, señor?
-Un tequila -pide él.
-¿De cuál le traigo? -inquiere el otro.
Y responde mi amigo con tono imperativo y ademán enfático:
-Del mejor que tengas. Que sepa el cuerpo que no lo trae cualquier pendejo.
La gula es culpa sabrosísima, segunda en la lista de mis inclinaciones. Por eso debemos cultivarla con esmero, y prepararnos para el día en que la gula será el último pecado de la carne que podremos cometer. Llegarse a la comida es un buen hábito cuyo cumplimiento no es posible omitir sin riesgo de la vida. Pero comer es cosa de natura, en tanto que comer bien pertenece a la cultura, y adquiere categoría de arte excelso si se tiene la sensibilidad para gozarlo. En tiempos de Santa Teresa de Jesús había en España un guiso que se llamaba pisto, rica fritada hecha de huevos revueltos con tomate, cebolla y pimientos, más una competente añadidura de trozos de jamón y de tocino. Aquella recia varona gustaba mucho de tan espléndido condumio, y se aplicaba con devoción terrena a disfrutarlo. Alguna monjita escrupulosa se desasosegaba al verla holgarse así en un placer terreno.
-Hija mía -le decía Teresa-. Cuando Cristo, Cristo; y cuando pisto, pisto.
En tratándose de comer los mexicanos podemos aplicar a nuestra cocina la frase guadalupana: Non fecit taliter omni nationi: No hizo cosa igual en ninguna otra nación. ¿Dije “nuestra cocina”? Dije mal: debí haber dicho “nuestras cocinas”, pues muchas y muy variadas hay en México, distintas unas de otras como si fueran de países diferentes. ¿Qué va de la cocina de Puebla a la de Yucatán, o de la oaxaqueña a la veracruzana? Aun el desértico norte, tan escaso en frutos de la tierra, ofrece manjares deleitosos. A veces la gente me pregunta cuáles son los platillos típicos de mi natal Coahuila.
-Tenemos tres -respondo con orgullo-. Carne asada término medio, tres cuartos y bien cocida.
Claro que al decir eso hago injusticia a mi solar nativo, pues muchas galas de gula poseemos a más de ésas.
En la Ciudad de México hay lugares ocultos donde muchos deleites nos aguardan para ponernos en estado de éxtasis. Ahí todas las invenciones mexicanas: quesadillas (de queso y de las otras), tostadas, tacos, enchiladas, peneques, garnachas, gorditas, sopes, pambazos, tlacoyos, memelas, molotes, tlayudas o clayudas, panuchos, flautas, burritos, tintines, nachos, gringas, bocoles y pemoles, pellizcadas, nachos, tamales y contamales, picaditas, salbutes, chalupas, con otros infinitos etcéteras y etcéteras. Y luego la dulce panadería de buñuelos, hojarascas, puchas, mamones, alamares, conchas, morelianas, chamucos, cuernos, campechanas, molletes, polvorones, marquesote, picones, apasteladas, cuchufletas, monjas, volcanes, cuernos, orejas, trenzas, roscas, turuletes, peteneras y mil y mil delicias más. Y junto a lo vernáculo y lo criollo todas las cocinas de hoy en día: altas y más altas, de autor, de fusión y confusión, con toda la imaginería de sabios señores y señoras que en la cocina ofician su alto ministerio. Bendito sea el Señor.