Un cura enamorado (II)

Politicón
/ 30 septiembre 2020

En las viejas comedias españolas era frecuente que los actores dijeran esta frase:

-¡Ahora caigo!

O esta otra:

-¡Ahora lo comprendo todo!

Yo dije las dos frases cuando leí la autobiografía del padre Ángel María Garibay Kintana. Kintana con k, dije, no con q, pues el padre Garibay era de origen vasco por parte de su madre, e insistía en escribir su apellido materno a lo vascuence.

El padre Garibay admiraba mucho a Acuña. No me explicaba yo su admiración, pues el poeta de Saltillo profesó ideas materialistas. Además su vida fue muy desordenada: tuvo amores mostrencos; fue padre de un niño nacido fuera de matrimonio...

¿Por qué, entonces, el padre Garibay, sacerdote, admiraba tanto a aquel librepensador de vida arrebatada, a aquel suicida que salió del mundo mediante el drástico expediente del suicidio? Me lo explicé al leer su autobiografía.

El padre Garibay, a pesar de sus estudios clásicos, era un romántico. ¿Quién no lo es?, preguntaba Darío. De sus memorias se desprende que se prendó de una chicuela, y le escribió versos encendidos que ella quizá nunca conoció. La aviesa musa era una muchachilla pueblerina, sin luz en el caletre y que apenas conocía la o por lo redondo; pero el severo sacerdote, el erudito políglota, el teólogo y filósofo, sintió por ella un impetuoso amor. Jamás lo declaró. La chiquilla, no obstante, se daba cuenta del sentimiento que había suscitado en el señor cura, y con felina sapiencia lo atraía unas veces y lo rechazaba otra. Al final la inconsciente y vana damisela causó un dolor acerbo a su imposible enamorado cuando escapó del pueblo con un mozalbete de la misma condición y el mismo talante de ella.

Jamás faltó el padre Garibay a sus votos, pero aquel amor no cumplido quedó en él como un recuerdo al mismo tiempo amargo y dulce.

Por eso pudo entender las doloridas endechas del “Nocturno, a Rosario”, escritas por el bardo saltillense en el umbral de su temprana muerte. Por eso no lo condenó por su suicidio, antes bien lo saludó con la sabida frase de Menandro: “Los escogidos de los dioses mueren jóvenes”.

Cuando supe que el padre Garibay había estado enamorado entendí su gusto por la poesía de Acuña, tan apasionada. Entonces fue cuando dije:

-Ahora caigo.

Y también:

-Ahora lo comprendo todo.

Comprender es abarcar. Cuando comprendemos a alguien es como si lo abrazáramos, como si lo incluyéramos en nuestro propio ser. Decir: “Te comprendo” es como decir “Te abrazo, te ciño, te incluyo en mí”.

Yo comprendo al padre Garibay, y porque lo he comprendido está en mi afecto. A causa de ese amor nunca logrado lo juzgo más humano, y por lo tanto más cerca de Aquél a quien se dedicó a servir. Fue muy sabio el padre Garibay: dominó el griego y el latín, lenguas muertas con más vida que todas; tradujo del árabe y del hebreo; conoció el náhuatl como nadie, y trajo del pasado las voces de los antiguos poetas mexicanos. La mayor sabiduría que tuvo, sin embargo, fue la de ese amor que ofreció a su Señor como oblación. Por eso lo comprendo. Por eso lo abarco en un abrazo póstumo. Ojalá después alguien me comprenda a mí. Sentiré su abrazo aunque no viva ya.


Armando FUENTES AGUIRRE

PRESENTE LO TENGO YO
‘Catón’ Cronista de la Ciudad

 

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