Una estrategia mundial contra el COVID-19

Politicón
/ 12 abril 2020

A lo largo de las últimas semanas he hablado con docenas de expertos sobre el COVID-19, y hay pruebas claras de que la enfermedad discrimina de diferentes maneras: mata más a los ancianos que a los jóvenes, más a los hombres que a las mujeres, y tiene un impacto desproporcionado sobre los pobres. Pero hay algo de lo que no he encontrado ninguna prueba, y es que la enfermedad discrimine en función de la nacionalidad.

Al virus le dan igual las fronteras. Menciono esto porque, desde que el mundo detectó la presencia del patógeno, los Gobiernos se han centrado en respuestas nacionales, preguntándose cómo pueden proteger a las personas que viven dentro de sus fronteras. Su reacción es comprensible, pero tratándose de un virus tan contagioso y extendido, los líderes tienen que reconocer también que mientras el COVID-19 siga presente en algún lugar, será un problema para todo el mundo.

De momento, la enfermedad no ha atacado con fuerza a demasiados países de medios y bajos ingresos. No sabemos exactamente por qué, pero lo que sí sabemos es que acabará propagándose por ellos, y que, sin más ayuda, es probable que el número de casos y las cifras de muertos superen todo lo visto hasta ahora.

Pensemos que el COVID-19 ha desbordado a ciudades como Nueva York, cuando las cifras indican que un solo hospital de Manhattan tiene más camas para cuidados intensivos que la mayoría de los países africanos. Millones de personas podrían morir.

No hace falta vivir en un país en desarrollo para que las consecuencias de todo ello sean motivo de preocupación. Aunque los países ricos consigan frenar el contagio en los próximos meses, el COVID-19 podría rebrotar si la pandemia sigue siendo lo bastante aguda en otras zonas. Seguramente solo será cuestión de tiempo que una región del planeta vuelva a contagiar a otra.

Por eso necesitamos una estrategia mundial para luchar contra esta enfermedad. Sus características seguramente irán cambiando a medida que evolucione la pandemia, pero hay al menos tres medidas que los líderes mundiales, en particular los del G-20, pueden tomar ya.

La primera es asegurarse de que los recursos mundiales para luchar contra la enfermedad estén distribuidos eficazmente; me refiero a las mascarillas, los guantes y las pruebas diagnósticas. Esperamos que, al final, haya bastantes para todos, pero mientras el suministro mundial sea limitado, tenemos que tomar decisiones inteligentes. Por desgracia, en estos momentos no siempre se está haciendo.

Hay algunas cosas respecto a las cuales los líderes han empezado a ponerse de acuerdo, como por ejemplo que los sanitarios que están en primera línea sean los primeros a los que se les hagan las pruebas y tengan acceso prioritario a los equipos de protección individual. Pero piensen en las decisiones que se están tomando a mayor escala. ¿Cómo se están distribuyendo las mascarillas y las pruebas en una comunidad o un país respecto a otro? La respuesta suele reducirse a esta preocupante cuestión: ¿quién es el mejor postor?

Creo firmemente en el capitalismo, pero hay mercados que, lisa y llanamente, no funcionan bien en caso de pandemia, y el de los suministros de emergencia es un ejemplo evidente. El sector privado tiene un papel importante que desempeñar, pero si la estrategia para combatir el COVID-19 deriva en una guerra de pujas entre países, la enfermedad matará a muchas más personas. Tenemos que distribuir los recursos en función de la salud pública y las necesidades médicas. Hay muchos excombatientes de las epidemias del ébola y el sida que pueden ayudar a elaborar directrices que lo hagan posible, y los líderes de los países desarrollados y en desarrollo deberían colaborar con la Organización Mundial de la Salud (OMS) y sus socios para ponerlas por escrito. A renglón seguido, todos los países participantes tendrían que suscribirlas, de manera que se les pueda exigir responsabilidades. Estos acuerdos serán especialmente importantes cuando por fin dispongamos de una vacuna, porque la única manera de acabar con esta pandemia es inmunizar a la población contra la enfermedad.

Esto me lleva a la segunda cosa que deben hacer los líderes: invertir en I+D para desarrollar una vacuna. El COVID-19 ha traído muy pocas buenas noticias, pero una de ellas es la ciencia. Hace tres años, nuestra fundación, junto con Welcome Trust y varios Gobiernos, puso en marcha la Coalición para las Innovaciones en Preparación para Epidemias (CEPI). El objetivo era acelerar el proceso de prueba de vacunas y financiar maneras nuevas y rápidas de desarrollar inmunizaciones. Queríamos estar preparados por si un nuevo virus empezaba a propagarse por el mundo.

La CEPI ya está trabajando como mínimo en ocho posibles vacunas para el COVID-19, y los investigadores confían en tener al menos una en los próximos 18 meses. Sería la vez que menos ha tardado el ser humano en desarrollar una vacuna desde el momento en que se descubre un patógeno totalmente nuevo. Este plazo, no obstante, depende de la financiación. En las últimas dos semanas, muchos países han hecho aportaciones a la CEPI, pero la Coalición necesita un mínimo de 2 mil millones de dólares para realizar su labor. Aunque se trata de una cifra aproximada la innovación es un asunto impredecible y los líderes del G20 deberían adquirir ya compromisos serios.

También deberían reconocer que esta financiación es solo para desarrollar la vacuna, y no para producirla o distribuirla. Eso requerirá todavía más dinero y planificación. Para empezar, todavía no estamos seguros de qué vacunas resultarán más eficaces, y la creación de cada una de ellas requiere una tecnología específica. Esto significa que los países tienen que invertir en plantas de producción muy diferentes sabiendo que algunas nunca se utilizarán. De no ser así, cuando un laboratorio haya desarrollado una inmunización, perderemos meses esperando a que el fabricante adecuado la produzca a gran escala.

Otra cuestión importante es el coste. Si, por ejemplo, el sector privado está dispuesto a ofrecerse para producir la vacuna, no debería suponerle una pérdida económica. Al mismo tiempo, cualquier vacuna contra el COVID-19 deberá ser considerada “bien público mundial” y ser asequible y accesible para todos. Por fortuna, existen organizaciones como la Alianza Mundial para Vacunas e Inmunización (Gavi, en sus siglas en inglés) que tienen un largo historial de ayuda a los países de medios y bajos ingresos para que accedan a inmunizaciones fundamentales.

En las últimas dos décadas, gracias en gran parte al apoyo del Reino Unido, Gavi ha colaborado con la OMS y Unicef para introducir 13 nuevas vacunas, entre ellas la del ébola, en los 73 países más pobres. La organización está dispuesta a hacer lo mismo con la del COVID-19, y tiene la capacidad para ello, pero también necesita más financiación. En concreto, le harán falta 7.400 millones de dólares a lo largo de los próximos cinco años solo para mantener sus actuales esfuerzos de inmunización. Distribuir la vacuna costará incluso más.

Estas cifras multimillonarias pueden parecer enormes, especialmente en una época en la que economías enteras están reduciendo su actividad casi hasta detenerla, pero no son nada comparadas con el coste de un esfuerzo de inmunización chapucero y un brote más prolongado. Llevo 20 años pidiendo a los líderes mundiales que inviertan en la salud de las poblaciones más pobres del mundo, argumentando que era lo correcto, y lo es. Pero las pandemias nos recuerdan que ayudar a los demás no solo es correcto, sino que es inteligente. Al fin y al cabo, a los seres humanos no nos unen solo unos valores y unos lazos sociales comunes. También estamos conectados biológicamente por una red de gérmenes microscópicos que vinculan la salud de una persona a la de todas las demás. En esta pandemia, todos estamos conectados. Nuestra respuesta también debe estarlo.

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