Puebla de todos los ángeles

Opinión
/ 6 noviembre 2025

Me devolvió a mi ser esa campana, y salí al nuevo día revestido con una música de eternidad

Cuando alguien muere en el Cielo, dicen los poblanos, se va a Puebla. Así me pasa a mí, que de vez en cuando veo recompensados mis efímeros conatos de virtud con una visita a esa ciudad hermosa.

“Para lenguas y campanas, las poblanas”, reza un decir de México. No sé de las murmuraciones, pero sí del coro matutino y vesperal de las mil campanas, esquilas y esquilones que ponen su canción en el cielo de Puebla, junto a los volcanes.

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Yo no sabía que Puebla mereció de la Unesco la designación de “Ciudad Musical”, miembro de un muy selecto grupo al que pertenecen no muchas ciudades, entre ellas Salzburgo, Viena, Prades y otras urbes famosas por su música o por sus festivales musicales. Puebla tiene uno muy hermoso: el Concierto de las Campanas. Cuando se toca ese concierto –una vez al año, nada más– la ciudad enmudece; se aquieta todo ser y toda cosa; y obedeciendo a una partitura común y a una sola dirección, los campaneros poblanos hacen repicar sus campanas en una sinfonía que dura una hora, en la cual se escuchan desde las grandes campanas madres de la Catedral hasta las pequeñas esquilas monjiles de los viejos conventos de capuchinas, clarisas, teresianas...

Una de mis peroraciones coincidió hace tiempo con ese peregrino recital. Desde un balcón abierto al aire oí las voces de esas claras sopranos, broncíneas mezzos y graves contraltos: las campanas de Puebla. Cantaban aquí cerca y allá lejos un canto eterno y pasajero, voces de siglos que en un instante sonaban sobre las cúpulas de las iglesias y en el siguiente se iban por los volcanes de Jesús Helguera.

¿Cuántas ciudades del mundo, me pregunto, poseen un concierto así? ¿Cómo será la partitura para tocar esa música, ese instrumento que cubre toda una ciudad? Cada campanario es un intérprete; cada campana una nota; la ciudad entera una sala de conciertos.

Casi todas las cosas de la vida son muy olvidables. Penas y amores son materias que en el momento de vivirlas parecen ser de roca y con el tiempo se descubre son de barro. Yo he olvidado muchas cosas que debería recordar. No olvido, sin embargo, ese concierto de campanas.

Una de las veces que fui a Puebla llegué a un hotel que en el antepasado siglo fue convento. El hostal es pequeño, pequeñito. Se llama El Mesón del Sacristán, y tiene seis o siete habitaciones nada más. Cada una fue celda conventual, no sé si de un monje o de una monja. La ventana que da a la calle presenta un vano donde se puede sentar una persona para leer de espaldas al claror del día.

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Estaba sentado ahí porque el viaje que iba a hacer era de los llamados “piyameros”, o sea muy temprano. Mi equipaje era ligero –siempre es ligero el equipaje del que viaja mucho–, y estaba ya dispuesto. La hora era incierta: todavía de noche, pero ya no de noche; ya de día, pero aún no de día. Suspendido en esa incertidumbre me sentía incierto; ahí, junto a la ventana de aquella celda que supo ayer de eternidades y hoy es posada en la que nada posa.

De pronto, en la iglesia vecina, sonó la primera llamada a la primera misa. Ahí y en ese momento sonó esa campana, pero su son no era de ese lugar ni de ese tiempo, sino de todos los espacios y todas las edades. Me devolvió a mi ser esa campana, y salí al nuevo día revestido con una música de eternidad. En mi soledad recuerdo ahora eso, y las memorias me salvan de la soledad.

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Escritor y Periodista mexicano nacido en Saltillo, Coahuila Su labor periodística se extiende a más de 150 diarios mexicanos, destacando Reforma, El Norte y Mural, donde publica sus columnas “Mirador”, “De política y cosas peores”.

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