Juro que quien me contó lo que voy a contar me juró que es cierto lo que le contaron, pues así se lo juraron a él.
Cierta señora que hacía la limpieza de su casa vio una cucaracha dentro de la taza del excusado, con perdón sea dicho. Echó mano a un poderoso insecticida en aerosol, con el cual roció al insecto. No pareció hacerle efecto la rociada al bicharrajo, de modo que la señora redobló la rociada, y luego roció una vez más. La cucaracha dio ciertas señales de hallarse apendejada –con perdón sea dicho otra vez–, pero no muerta. La señora aplicó el fortísimo aerosol una vez más. La cucaracha siguió moviéndose. Entonces la señora, ya irritada, le dejó caer todo el letal vapor que quedaba en el tubo.
No me extraña la resistencia del animalejo. Allá por los años sesentas, cuando la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la URSS, se proyectó una película documental que tuvo mucho éxito. La vi en el cine Río 70, de Monterrey. El film se llama “La Crónica Hellstrom”, y en él se dan a conocer los resultados de una investigación hecha por científicos aficionados a la futurología. Según ellos el mundo estaba en inminente trance de acabar por causa de una explosión atómica, a la cual seguirían muchas otras. La especie humana iba a desaparecer de la faz de la Tierra, y con ella todas las demás criaturas animadas. La escena final de la película muestra un paisaje desolado, un páramo estéril, infecundo, árido y seco. Hagan ustedes de cuenta un ejido. La cámara muestra en zoom aquel polvo grisáceo sin traza de haber albergado vida alguna vez. De pronto se ve un leve movimiento en aquel polvo. Sigue una pausa cargada de tensión y luego emerge triunfalmente una cucaracha, único ser que había sobrevivido a la catástrofe nuclear.
En efecto, según los enterados, ni Rasputín tiene la resistencia de las cucarachas. El príncipe Yusupov, ya se sabe, le dio a beber al monje loco medio litro de cianuro; le administró casi un kilo de estricnina en galletitas; le propinó cuatro balazos, uno de ellos en el corazón, y luego arremetió contra él a puñaladas, tras de lo cual lo arrojó a uno de esos ríos rusos que salen en las canciones de los Cosacos del Don. El Volga, el Ochichornia, alguno de esos. Se fue al fondo el maldecido Rasputín, pero volvió a salir y le mostró al príncipe Yusupov el dedo de en medio.
Pero me estoy apartando de mi historia. Mi historia no tiene nada que ver con Rasputín, ni con la Guerra Fría. Tiene que ver, eso sí, con una cucaracha. Y, más que con esa cucaracha, se relaciona con la señora que la roció en la taza del baño con aquel poderoso insecticida que generó gases inflamables. Corrijo: tampoco tiene que ver mi historia con esa señora. Tiene que ver con el esposo de esa señora.
Llegó a la casa el dicho señor y fue derecho al baño a pagar un obligado censo a la Naturaleza, el marcado con el número 2. (“Voy a hacer del dos”, decíamos antes). Se sentó donde es menester sentarse en esos casos, y abrió un periódico para leerlo. A fin de hacer más grata la lectura encendió un cigarrillo. Todo habría acabado bien si no es porque al señor se le ocurrió la desdichada idea de echar a la taza el cerillo encendido, haciéndolo pasar entre sus piernas.
¡¡¡Pum!!!
¿Qué más puedo decir aparte de “¡¡¡Pum!!!”? Creo que nada. Hay cosas que más vale no decirlas.