Razón vs Pasión

COMPARTIR
Al teatro vamos a sentir algo; algo que nos saque de la camisa de fuerza llamada vida cotidiana en la que nosotros mismos nos metimos. Pues bien, parece ser que tenemos que preguntarnos cuál es ese “sentir” que estamos buscando, porque como todo en esta vida, una vez que lo piensas lo suficiente, nada parece tan sencillo.
En la Era Antigua todo estaba claro: La Poética nos dice que el buen artista trágico se vale de las palabras y de la melodía para afectar de manera sublime, dejando en último lugar al espectáculo, concebido como los elementos que afectan al observador en lo inmediato, a través de estímulos sensoriales. Existe entonces el ser afectado a través del conocimiento y el ser afectado a través de lo sensorial. Sabemos que finalmente todo se fundirá en un solo producto, pero a los filósofos les gusta clasificar las cosas. De todas formas, más nos vale recordar que en la antigüedad la convivencia entre lo elevado de la razón y lo inmediato de las pasiones era totalmente posible.
Vayamos unos cuantos siglos adelante y tendremos el ideal renacentista de artista y de hombre; una suerte de fusión entre razón y pasión que además se deleita en las posibilidades. Esta es la era de oro del mecenazgo, me atrevería a decir, una época en la que reyes y nobles se deleitan financiando las creaciones de sus protegidos porque claramente el arte poseía un lugar en la sociedad que hoy se ha perdido, si basamos el juicio en los ánimos actuales para financiar el arte. Y es que hasta entonces, razón y pasión continuaban de la mano. ¿Qué pasó entonces y por qué hoy en día insistimos en separarlos? El arte es contraria a la ciencia, la misma persona no puede ser práctica y sensible y nos escondemos para llorar porque eso nos quitaría de alguna manera la autoridad en otras cosas. Somos una sociedad bastante neurótica y para saber cuándo comenzó esto –por lo menos en lo que a teatro se refiere– tenemos que ir al Romanticismo, o quizá un poco antes.
Eugenio Trías localiza en el Romanticismo el momento en el que la función del artista en la sociedad comenzó a desdibujarse, sin embargo, recordemos que se considera a este movimiento consecuencia de un Clasicismo y un teatro ilustrado que se obsesionó con las reglas y que comenzaba a sentirse como una cárcel fría y asfixiante. Por eso tenemos en esa época anécdotas como el estreno de Hernani de Víctor Hugo terminando en batalla campal y a los golpes entre románticos y clásicos escandalizados. Dejémonos de racionalizaciones inútiles y simplemente entreguémonos a las pasiones, dirían los románticos, aunque eso nos lleve a la locura y a la muerte. Y una tragedia más surgida de esta escisión que hasta hoy nos persigue: no sólo el arte se vuelve más pasional y menos “productiva”, de la misma manera la “productividad” se vuelve fría e insensible. En sus extremos, llegaremos al arte para enajenación sensible y al trabajo para producción enajenada. El infierno está hecho de buenas intenciones.
El hombre común de la ciudad tiene que elegir, como en Platón, pero tal vez con más urgencia, entre ser productivo y supuestamente respetable o disfrutar de las pasiones que llevan a una vida fuera de lo socialmente aceptable. Al artista mientras tanto se le pide ser pasional, pero esa pasión le exige el auto-exilio y la inmolación. El teatro se convierte en dos cosas: Un teatro de élite social en el que importa más el mostrarse que lo que es mostrado y un teatro de clase media que intenta rebelarse, aunque entre tanto sentimiento no sabe muy bien qué hace ni por qué.
Lejos ha quedado ya el lugar aristotélico del conocimiento a través de la catarsis. Mientras tanto, el poder que prioriza la producción no entiende más cuál es la necesidad de lo bello, quiere utilidad, reglas, seriedad; no hay más tiempo para el juego. Estamos hablando de la época del romanticismo, no lo olvide, aunque se parezca a otras épocas más cercanas. Pero todo es cíclico dijimos, y tal vez la esperanza de otra rebeldía se esconda en épocas futuras.