Recuerdos para olvidar

Opinión
/ 2 marzo 2024

En este mes se cumplirá un aniversario más del asesinato de Colosio. Desde Álvaro Obregón ningún otro candidato a la Presidencia de la República había sido asesinado. Y recordé ese crimen, el de “La Bombilla”.

Obregón fue muerto a balazos por el católico Toral. Como autora intelectual del homicidio fue señalada la Madre Conchita, que, ahora olvidada, gozó de fama durante mucho tiempo, para unos de criminal, para otros de confesora de su fe.

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La Madre Conchita se llamaba Concepción Acevedo de la Llata. Cuando José de León Toral la conoció, le maravillaron su sencillez y la confianza que inspiraba. Alguien le había hablado ya de la monja, una singular religiosa que en aquellos años -los veinte del pasado siglo- asombraba a algunos, y aun los escandalizaba, por su costumbre de hablarle de tú a todo el mundo.

La monja se había especializado en algo que podría llamarse “la dirección de almas”. No le correspondía esa función, tradicionalmente reservada a los sacerdotes; pero en ciertos círculos, sobre todo femeninos, el consejo de la religiosa era sumamente apreciado. Le gustaba consolar a quienes sufrían alguna aflicción, y era buena mediadora para arreglar problemas de familia.

Toral recibió de ella, lo dije ya, una impresión muy grata. Solía ir a misa a la casa donde estaba oculta la Madre Conchita, y en varias ocasiones le llevó personas necesitadas de una palabra de orientación. Se hablaban de tú los dos. Cuando después del asesinato de Obregón fueron detenidos, se les dejó solos, pero con vigilancia. Los detectives se asombraron al oírlos tutearse, y de ahí sacaron una conclusión que dieron por segura: Toral y la Madre Conchita eran amantes.

Ellos sufrieron al enterarse de esa calumnia. La verdad es que el tuteo no era resultado de un trato frecuente, y mucho menos íntimo, sino de la costumbre de la Madre Conchita de tutear a todos y de pedir que a ella también le hablaran de tú.

Toral jamás comunicó a la monja su intención de asesinar a Obregón. A nadie dijo lo que pensaba hacer. Dejó de recurrir al sacramento de la confesión, pues supuso que en conciencia estaba obligado a revelar su pensamiento como pecado de intención, y no quería que ni siquiera el confesor, obligado como estaba a guardar el secreto, conociera su propósito. A su muy cercano amigo Manuel Trejo, a quien pidió una pistola, le dijo que era para tirar al blanco.

Toral fue, pues, un asesino solitario. Nadie conspiró con él para planear el crimen, ni éste –como supusieron las autoridades de entonces- fue fruto de un bien orquestado complot. Eso sí: alabaron a Toral cientos de miles de católicos que pensaban, como pensó él, que sólo la muerte de Obregón podía solucionar el tremendo conflicto entre la Iglesia y el Estado, conflicto que tantas vidas estaba costando. Estaban trágicamente equivocados. Obregón, a diferencia de Calles, pensaba que el conflicto con la Iglesia debía solucionarse ya, y había confiado a amigos muy cercanos su intención de arreglar ese problema tan pronto llegara a la Presidencia.

El asesinato de Obregón, entonces, no arregló nada, y todo lo complicó. Quienes recurren sin razón a la violencia de las armas –aunque sea con bendiciones episcopales, como fue el caso del también casi olvidado Marcos- agravan los problemas en vez de resolverlos.

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