Recursos Humanos
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«El odio es como el muro de una casa que nos encierra o como el marco de un retrato que nos muestra una cara detestada»
No cabe duda que la esperanza es un medio asaz alentador, pues nos permite sobrellevar la vida de manera más ligera, y como todo es cosa de dosis, muchas personas se aferran enfermizamente a este idilio (en cualesquiera de sus presentaciones) para soportar una existencia que recurrentemente puede parecer pesada, gris o misteriosa.
El propio sentido de la vida ha detonado sesudos debates y hasta una corriente de pensamiento filosófico donde el pilar de fuste es una gran duda acerca la pertinencia de vivir. Bien, pues Albert Camus -uno de los grandes en la parcela- postuló en «El Mito de Sísifo» que el problema filosófico seminal es acerca del suicidio: escapas por la puerta de emergencia o te rifas a desencantarte diariamente con la vida, asumiendo el latente de riesgo de darle sentido a través del simple oficio de vivir y aceptar su fugacidad mediante una existencia autentica, conforme Heidegger, donde su finitud no es un desincentivo, sino un aliciente para pasarla de poca madre.
En Recursos Humanos del bueno de Antonio Ortuño se presenta un crisol del microcosmos infernal en el que se puede convertir una oficina donde la lucha de egos transgrede el romántico principio de que en la guerra y el amor todo se vale, pulverizando así la mencionada esperanza.
Eso no es suficiente en un lugar de trabajo donde es necesario demostrar que se está dispuesto a todo con tal de salir a flote, menos de entrarle a la refriega a puño a limpio.
Esta novela de enredos sobre las incidencias de una empresa, que la verdad sea dicha: podría ser cualquiera, no es ajena a lugares de trabajo de los cuales habremos comido más de uno, los mismos que hemos tenido el infortunio de haber transitado por calamitosos sitios con la capacidad para ser el cielo o el infierno según la suerte con la que se cuente y las palancas de las que se pueda echar mano para salir cuanto antes del fango de las tropas rasas.
La historia gira en la vertiginosa carrera laboral de Gabriel Lynch, un oficinista de tiempo completo o godín en el argot contemporáneo, cuyas aspiraciones se muestran insuficientes para engranar con la adquisición del derecho de picaporte y la casta de los Patricios que toma las decisiones importantes en la compañía.
Los signos saltan a la vista: ropa barata y de segunda mano, ausencia automóvil y (quizá, sobre todo) una baja afluencia en el flujo de mujeres que caen rendidas ante el charolazo del puesto. Nuevamente, la verdad siga siendo dicha, el sexapil de más de uno en el mundo de los hechos.
Para colectar esos signos de estatus a través de una pendiente más empinada que la que le podrían endilgar al más renuente de los Sísifos bien valdrá el darse de puñaladas traperas con cualquier gutierritos envalentonado.
Así, con un profundo pensamiento creyente tras de sus decisiones, demostrará que el trepar por los escalafones laborales le irá proveyendo eso que «dios» tiene escrito en su destino manifiesto del libro de la vida. No por ser más capaz, sino por salir ganón del despiadado ring al cual, involuntaria o inconscientemente, se trepa por sentarse junto a la ralea gerencial.
A través de las páginas de estos desencuentros se relatan los avatares sobre la realización personal a partir del reconocimiento profesional como un adictivo afrodisiaco que despierta las más impías pasiones, pues la entrada de un ingreso mayor en la cartera es, al alimón, una ensanchada puerta a placeres que de otra forma -amen de impagables- resultan condenables a los ojos de una ideología de pobreza y desprendimiento material.
Toño Ortuño se saca de la manga una narración de corte sentencioso donde constantemente cabalga presuroso de la reflexión al monologo interior y pone sobre la mesa de la insidia las creencias de los personajes que constituyen la trama, pues bien dijo Sartre que, aunque el novelista no es un personaje, quizá éste resulte de la suma de todos.
Hay comportamientos donde escalar no basta, ya que el ascenso a los cielos de la gerencia es un túnel tan apestoso como acotado, ahí la dignidad de avanzar de pie y con la cara en alto no tiene cabida, sólo es posible llegar al otro extremo – el de la luz al final- reptando entre sedimentos de estiércol... y si no, eche un ojo a la oficina de su confianza.