Reseca se queja

Opinión
/ 26 enero 2025

Larga. Así definiría mi enfermedad. A continuación, empezaré a vomitar información de lo que he estado pasando los últimos años. No esperen términos médicos, medicamentos bien escritos o una acertada definición de lo que es la psoriasis. Si les soy sincera, desconozco la mayoría de la información sobre lo que tengo; desconozco también todos los métodos para regularla o eliminarla. Y si lo que usted quería era un repertorio de remedios, haga fila; pero en el IMSS de Monclova no, porque ya no cabemos.

La palabra enfermedad usada en mí es incómoda.

TE PUEDE INTERESAR: ¡Oxxigénate!

Cada que me miran con lástima me incomoda; cada que me dicen que casi no se nota me incomoda; cada que me dicen que me pudo haber ido peor me incomoda; cada que mencionan algo para “hacerme sentir mejor” me incomoda, e irónicamente cada que mi mamá repetía que escribiera algo de mi enfermedad me incomodaba.

No es que no tenga que decir nada al respecto; al contrario, tengo mucho que decir, pero me he esforzado tanto por ignorar este aspecto de mi vida que sentarme a escribirlo es desgastante y me hace recordar que, efectivamente, no soy la favorita de dios.

Sí, ya sé que no soy la más odiada, que hay gente que se muere, pierde a su familia por el cáncer o alguna cosa muy fea y que debería de estar agradecida y no quejarme por el hecho de que yo sí puedo seguir con mi vida normal. Y siendo completamente sincera, no me importa. En este alarde adolescente del cual estoy poseída, no me importa si Juanito se va a morir porque nadie le quiere donar sangre; no me importa si Pedrito a sus 15 años se quedó sin un brazo; no me importa si a Rubén le dijeron que le quedan dos meses de vida y que Marianita tenga la misma enfermedad que yo pero más fuerte y que ella no puede ir a la escuela o salir con sus amigos como yo. No me interesa. En este momento, con la desmañanada encima, me interesa lo que me sucede a mí y, si yo quiero escribir seis hojas quejándome, lo voy a hacer, porque puedo quejarme y puedo escribir, no como Manganito que no tuvo acceso a la educación (dato que tampoco me interesa).

Mi enfermedad fue un bebé de pandemia. A la imprudente se le ocurrió aparecer cuando doctores, hospitales o clínicas no atendían pacientes. La cuarentena es un factor que marcó mucho cómo viviría con esta señora castrante durante varios años y hasta la fecha.

En 2020 empezaron a salirme granos en mi cabeza; esos granos empezaron a hacerse cada vez más grandes hasta el punto de convertirse en placas de células muertas (caspa, en castellano). No pienses que esa caspa se quita con Medicasp o algún champú de Soriana que tenga escrito “anticaspa”. No, estas placas podían formar una torta de cuatro centímetros de grosor, llegando a ser una costra blanca que cubría toda mi cabeza. De pronto tenía un casco natural resistente a cualquier golpe. Al ser resequedad, naturalmente daba comezón, mucha comezón. Rascaba tanto mi cabeza que empecé a lastimar mi piel y a crear heridas. A ver, métete a bañar con todo el cráneo cortado. El champú ardía hasta hacerme llorar.

Si esa invasora se hubiera quedado sólo en mi cabeza, otra historia hubiera sido, pero esta cosa se va haciendo más grande y expandiendo. Imagínate tener toda esa costra también en el cuello, espalda, codos, piernas y cara. Imagínate que de un momento a otro todo tu cuerpo te da comezón, que te rascas tanto que las heridas empiezan a ser normales y nada alarmantes para ti. Después de todo, igual dolía.

TE PUEDE INTERESAR: Merry Christmasn’t

Al estar en partes como el cuello, los codos y las rodillas, las heridas duelen, aunque no las toque yo. Cada vez que mueves el cuello para voltear arriba o a los lados, sientes cómo tu piel se va rompiendo gracias a la falta de hidratación en ella, gracias a todas esas escamas y costra. Lo mismo con las demás articulaciones. Empiezas a sentir tu cuerpo seco, duro, tieso. Y no me crean, pero hasta empiezas a oler tus células muertas. Según la gente a mi alrededor, éstas no tenían un aroma, pero ya no sé si es alguna especie de trauma; les puedo asegurar que para mí todo ese desecho olía a cebolla.

¿Has visto cómo los hombros de alguien con caspa se llenan de puntitos blancos como si fuera nieve? Ahora imagina que no es una nevada de película de Disney si no una tormenta que nunca se detiene; imagínate una avalancha que te ataca cada día, a todas horas. De repente hay puntos blancos en todos lados. Tu cuarto tiene rastros de ti, tu cama, peinador, paredes. TODO. Las almohadas empiezan a tener ese estampado tan característico y tu rutina, siempre que te levantas, es sacudir las fundas hasta tirar lo que llevan encima. Cada que barres abajo de la cama, extraes una cantidad de polvo que parece que el mismo Pablo Escobar esconde su mercancía bajo el lugar de tus sueños. Ya no barres para limpiarte de puntitos blancos, si no para que las hormigas no vengan a comerse los pedacitos de tu cuero cabelludo.

Cuando sales de tu casa, tienes que pasarte la secadora de pelo, no para quitarle la humedad, sino para volar esas partículas lejos de ti. Gracias a esta fase, tu cabeza luce más reseca de por sí... Ahora tu actividad favorita es intentar arrancar la costra de tus oídos y pelo; lo bueno que en pandemia tenía mucho tiempo libre para hobbies.

Mi familia vio mi sufrimiento. Después de todo, la tormenta de nieve empezó a afectarlos también a ellos. Mi mamá, harta y compadecida de mí, decidió que no era tan peligroso visitar el servicio público de salud y arriesgarse a dar positivo en las pruebas rápidas de COVID-19. Su hija necesitaba ver a un doctor ya.

Si algún paisano está leyendo esto y no conoce la precaria condición de los centros médicos de mi amado pueblo, les daré contexto rápido. Cuatro Ciénegas no tiene ni verga. No hay dermatólogos, no hay psicólogos, no hay neurólogos, ni nada que termine en -ologo. Hay cinco enfermeras y un doctor familiar. Te ponen tus vacunas, te recetan paracetamol y nada más. Cualquier chequeo o tratamiento tiene que ser en la clínica de San Buena o Monclova.

Para los que tengan la suerte de no conocer el proceso de canalización para alguna especialidad, les explico. Primero tienes que ir a las siete de la mañana al seguro, hablar con la secretaria del doctor, sentarte y cruzar los dedos para que falte alguien que haya hecho cita. Esperas alrededor de dos horas con la ilusión de que la enfermera diga tu nombre completo, indicando que pasarás al consultorio. Ésta sorprendentemente es la manera rápida, porque si se te ocurre hacer cita previa tienes que volver a hablar con la mujer para que ésta te diga que “claro que sí, su cita está agendada dentro de un mes”; luego hay que volver dentro de un mes y también esperar esas dos horas en una jardinera afuera del edificio porque #sanadistancia y #ambienteventilado.

Cuando por fin llegas con el médico familiar, tienes que exponerle tu situación y rezar porque el médico supiera qué tenías y que lo que fuese se pudiera eliminar con alguna pastilla que tuviera en su cajón.

En mi caso me dio un diagnóstico veloz, diciéndonos que no estaba 100% seguro de qué podía ser, pero que me recetaría óxido de zinc esperando que eso solucionara todo. Me dieron cita para el mes siguiente, para ver si de puro milagro había resultados. Sorpresivamente seguía peor. El zinc oxidado fue inútil y al doctor no le quedó de otra más que canalizarme al dermatólogo. Dermatólogo que no había en la clínica de mi pueblo, si no hasta Monclova.

En tiempos pre-covid, el seguro tenía acuerdos con las líneas de autobuses y te daban boletos para que te transportaras cómodamente, con los horarios que mejor se adaptaran a tu agenda. Si tu cita era a las 11, tomabas un autobús a las 9 para llegar a la hora adecuada. Así no gastabas en atender tu salud. Pero estos no eran tiempos pre-covid; era 2021 con miles de casos a diario y lujos como el transporte público estaban prohibidos. Bueno, no tan prohibidos; había un autobús que salía y regresaba... a las cinco de la mañana. Si se te ocurría necesitar atención en el centro de San Buena o Monclova tenías que tomar un autobús a las 5 de la mañana, esperar en el hospital hasta las 11 que era tu cita, salir y esperar a que fueran las 5 de la tarde para tomar el transporte de regreso. Estamos hablando de 12 horas para ir a que te receten cremitas.

Dicho esto, quiero pasar a mi siguiente punto. Mi adorado IMSS.

No soy rica, por si a alguien se le ocurría pensar que “es más fácil pagar un dermatólogo particular”.

No, señor; era 2021, mi mamá se acababa de separar y no teníamos cinco mil pesos estorbando para que me viera alguien particular. Era eso o nada.

Y así fue mi primera visita. Cinco de la mañana tomando un camión, llegar a las 7 y darte cuenta de que tienes que esperar 4 horas, no para que te atiendan, sino para que llegue la doctora y ahora sí te asignen un turno y volver a esperar a que te nombren. Terminas pasando a la 1 de la tarde a que te revisen, y quiero recalcar que “revisen” es una palabra muy pequeña para lo que me hicieron en la primera cita. Tuve la suerte de que cuando pasé a consulta, había 6 estudiantes en algún tipo de clase. Me sentí animal en exhibición; los 6 futuros médicos me revisaban, tocaban y armaban hipótesis del diagnóstico. Después de escuchar a todos, la doctora usó mi cuerpo como un vil maniquí de biología para exponer mi enfermedad que hasta ese momento conocería. Psoriasis. A veces la sigo confundiendo con cirrosis.

TE PUEDE INTERESAR: Zoológico de bacterias

A lo que tengo entendido (concepto 0% fiable) la psoriasis es algo crónico que se genera usualmente en la adolescencia; al parecer es bastante común en los jóvenes. Un cuerpo humano va generando células cada cierto tiempo, mismas que se desechan como células o piel muertas. Es algo que les sucede a todos, pero resulta que a mi cuerpo le gusta ponerse la camiseta, crea piel sin parar y me renueva las células de varios meses en algunos días. Debido a este proceso tan rápido, se generan las inflamaciones que crecen y no tienen control, siendo motivo de placas y costras. Entender que tu sufrimiento es causado porque tu cuerpo le echa demasiadas ganas es divertido. Lo que no es divertido es saber que heredaste esto de algún familiar y no sólo eso, sino que lo potenciaste. ¿Por qué no pude heredar los ojos verdes de mi familia paterna o la nariz respingada de mi familia materna? No, dale a la achacosa más achaques, y ahí voy yo a tomarlos, y todavía a mejorarlos.

Cuando te dan toda esta información en quince minutos, media docena de estudiantes te miran fijamente y tienes una pelea contigo misma porque técnicamente tú te causas el dolor, es natural pensar: ¿por qué yo? ¿Por qué tengo que pasar doce horas en lugares incómodos para quince minutos de consulta? ¿Por qué tengo que soportar ardor y comezón todo el día? ¿Por qué tuve que esperar un año y medio para conocer lo que tenía? ¿Por qué de todos mis conocidos, yo?

Me estaba lamentando. Tenía 14 y no estaba aliviada pensando que no era algo tan grave, que no me iba a morir por eso, que tenía tratamiento. No, estaba pensando que era lo peor que me podía pasar y cómo iba a afectar eso en mi vida. Me estaba lamentando porque de ahora en adelante iba a tener que hacer el recorrido de las doce horas cada mes para que me siguieran monitoreando, probando medicamentos, irlos a surtir, sacar más citas y sabiendo que lo que tenía no se podía quitar, sino controlar.

Salí de la cita con mi mamá y diez hojas de recetas que tenía que llevar a farmacia para que me dieran el tratamiento. Al salir de ahí, mi progenitora pegó un suspiro y me dijo:

—Bueno, no es tan grave como pensábamos.

Miren, yo sé que en realidad no fue lo peor que me pudo pasar, pero es algo malo. Yo sé que no me voy a morir, pero voy a batallar. Yo sé que no voy a sufrir incansablemente, pero me va a doler. Me molesta ese derecho que creen que tienen las personas de decirte de qué te puedes sentir mal, de qué no preocuparte y por qué sí puedes sufrir.

Y ahí estaba yo, enojada en una fila de farmacia, apretando mi numerito con tantas fuerzas, viendo cómo el viejito se tarda años en recoger el medicamento y quitarse de la fila, con mucho calor y un optimismo falso de mi mamá rascándome la oreja. Porque yo no era tonta. Las horas insufribles, bochornos y enfermeras mal encaradas también le tocaban a ella; los permisos en el trabajo los sacaba ella; las levantadas a las cuatro de la mañana también las pasaba ella, y aparte de todo tenía a una adolescente de catorce años enojada y quejándose en la fila de una farmacia con un viejito al lado oliendo a medicamento.

Era obvio que ella también la estaba pasando mal y también le había caído el veinte de que esto iba a ser rutinario. Pero ella ahí estaba de pie y con una actitud alegre para sobrellevarla, hecho que me irritaba más que la psoriasis.

Ustedes dirán:

—Si se hubiera mostrado molesta, te habrías sentido culpable y eso te hubiera hecho sentir peor.

Y sí, tienen toda la razón. No estoy diciendo que está bien o mal, no estoy juzgando a mi mamá; tampoco estoy diciendo que prefería que me echara la culpa, me agarrara a patadas y me dejara a medio pasillo con mi numerito volando y perdiendo el turno. No, cualquier cosa que me hubiera dicho o hecho me hubiera enojado porque tenía catorce años y un diagnóstico del asco. Simplemente, estoy vomitando mi odio y tú lo estás recibiendo. Si con base en eso tienes una opinión de mí, donde soy una malagradecida, quiero que sepas que me importa lo mismo que me importa Manolito, Pedrito, Marianita y todos los niños más desafortunados que yo. Nada.

FÁTIMA AZENETH SANMIGUEL DÁVILA (Cuatro Ciénegas, 2007). Estudia quinto semestre en el CBTa No. 22 y es la primera alumna del plantel en ganar tres años consecutivos el Concurso para Relato de Terror en 2022, 2023 y 2024. Cuando conoció el taller de literatura estaba en secundaria y desde un inicio llamó su atención, puesto que le gusta crear historias y personajes. Se interesó por la lectura, explorando artículos de trastornos mentales y casos criminales. Ha publicado mucho en La Tamalera, revista anual del CBTa No. 22, y el periódico VANGUARDIA de Saltillo. Ésta es su primera crónica.

COMENTARIOS

NUESTRO CONTENIDO PREMIUM