“La Tierra no necesita de nosotros;
nosotros necesitamos de la Tierra”.
Leonardo Boff
Ante las costas de Francia, Cándido, personaje de Voltaire, pregunta a Martín, su compañero de viaje: “¿Creéis que los hombres siempre se han matado unos a otros como hoy en día?, ¿creéis, responde Martín, que los gavilanes siempre han comido palomas cuando las han encontrado?”.
Los hombres nos hemos matado entre sí, y además hemos asesinado a nuestra Madre Tierra, y al hacerlo, hemos puesto en riesgo el futuro de la humanidad. Montados en una creencia fallida del siglo XVI, imaginamos que los recursos de la tierra eran infinitos; y por ende, el progreso de ésta era ilimitado. Nos equivocamos.
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Dos son los flagelos que nos recuerdan la finitud de los recursos de la tierra y el progreso limitado de la misma: La pobreza y el cambio climático. James Wolfensohn, ex director del Banco Mundial, profetiza que “si las cosas siguen así, en treinta años más habrá cinco mil millones de pobres en el mundo, y la desigualdad estallará, como una bomba de relojería, en la cara de las próximas generaciones”.
Sus palabras resuenan en nuestros oídos, mientras las temperaturas aumentan y los casquetes polares se derriten: El 75 por ciento de los glaciares de los Alpes suizos desaparecerá para 2050. Para 2100 el nivel del mar podría subir hasta seis metros. La biodiversidad se desmoronará por la falta de adaptación a los cambios de temperatura de plantas y animales.
La escasez de agua aumentará. Las condiciones meteorológicas extremas -tormentas, inundaciones, sequías y olas de calor- se sucederán con más frecuencia. Mientras, la migración forzada de millones de personas será obligatoria.
Bajo este contexto, ¿sería una locura repensar el sentido de la Organización de las Naciones Unidas para que todos sus miembros sean igualmente obligados a abstenerse de cometer crímenes contra la dignidad de la Madre Tierra y de la Humanidad? Esto exige, sin duda, una reingeniería institucional y política que retorne su poder a la Asamblea General y al Presidente de la misma, para que el grupo de los 192 países del tercer mundo obtenga un peso igual al del grupo de los 20 países más desarrollados del mundo. La reinvención de las Naciones Unidas pasa por su democratización.
Estas no son palabras hueras o preñadas de buenas intenciones, porque más allá de nuestras limitaciones humanas, o instinto depredador, “la tierra, como lo señala Leonardo Boff, puede seguir adelante tranquilamente sin nosotros”.
Podemos comprender o no, que “la Tierra y la Humanidad componen una única entidad, que es la visión que los astronautas tienen cuando miran la Tierra desde afuera”.
Podemos asumir o no, que “la Tierra y la Humanidad son una sola cosa, y el ser humano en la Tierra tiene la misión de cuidar la Tierra, de ser el guardián de su integridad, de su vitalidad, que ahora está amenazada”. Más allá de nuestra capacidad de comprender y ser responsables, la tierra se renovará, con o sin nosotros. Ese es el destino ineluctable que no podremos evadir nosotros, nuestros hijos, nietos, bisnietos o tataranietos.
Miguel de Escoto, sacerdote nicaragüense y ex presidente de la Asamblea de la Naciones Unidas, y Leonardo Boff, sacerdote franciscano e ideólogo de la Teología de la Liberación, plantean la urgencia de reinventar la ONU para que ésta tenga la capacidad de aparejar una defensa irrestricta de los derechos humanos globales con una protección radical del Bien Común que es la Tierra y la Humanidad.
El primer artículo de su Declaración Universal del Bien Común de la Tierra y de la Humanidad resume su propuesta:
“El Bien Común de la Tierra y de la Humanidad pide que entendamos la Tierra como viva y sujeto de dignidad. No puede ser apropiada de forma individual por nadie, ni hecha mercancía, ni sufrir agresión sistemática por ningún modo de producción. Pertenece comunitariamente a todos los que la habitan y al conjunto de los ecosistemas”.
La moneda está en el aire: Si no pisamos los terrenos de la locura con de Escoto y Boff, para imaginar y luchar por nuestro futuro como Tierra y Humanidad, entonces perderemos nuestra capacidad para resucitar con nuestra Madre Tierra, y pasaremos a ser “un habitante infinitesimal de un grano de arena perdido entre millones de galaxias”.
Nota: Bendecidas fiestas y un esperanzador 2024, apreciado lector. Continuaremos nuestra conversación, DM, el 19 de enero.