Saltillo: De todo, como en botica
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Don Antonio Goríbar tenía botica en el Saltillo. Estaba esa botica frente a la Plaza de la Independencia, que los saltillenses seguimos llamando “Plaza de Armas’’. Y es que tal fue su nombre original, pues en ella debían reunirse diariamente los fundadores de nuestra ciudad, soldados labradores, a fin de que la autoridad militar pasara revista a sus armas y caballos antes de ir al trabajo cotidiano. Era muy necesaria esa precaución: en las serranías cercanas acechaban “los bravos bárbaros gallardos’’, las belicosas tribus de irreductibles indios chichimecas que todavía en 1841 atacaron a la población e hicieron en ella muy grande mortandad.
Pero me aparto del relato. Digo que don Antonio Goríbar tenía botica en el Saltillo. Madrugador caballero era este don Antonio, como la mayor parte de mis paisanos saltilleros, que aún en estos empecatados tiempos nuestros no dejan que las sábanas se les peguen y saltan temprano de la cama. Todavía ni siquiera rayaban las primeras luces del amanecer cuando ya don Antonio andaba barriendo y regando la acera de su botica, que estaba junto a los portales de la plaza.
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Tenía entrego de leche don Antonio. Todos los días, lloviera, nevara o granizara, hiciera frío o calor, llegaba a su casa, con puntualidad de tren inglés, un lechero que tenía sus vacas en la vecindad de San Nicolás de la Capellanía, ahora Ramos Arizpe. A lomos de un triste caballejo llegaba aquel lechero. Traía dos grandes botes de hojalata en las ancas de su jamelgo y otros dos más pequeños colgando de la cabeza de la silla. Echaba la leche en el jarro que le presentaba una de las criadas de la casa de don Antonio, y luego entablaba con éste una breve conversación sobre las cosas de todos los días: el clima, el estado de las siembras, las últimas novedades del Saltillo o la Capellanía.
Una muy grande había para comentar aquel día 19 de septiembre de 1846. En la pacífica villa privaban desasosiego y gran zozobra porque se sabía muy de cierto que los americanos habían salido ya de Monterrey y que avanzaban para ocupar Saltillo. El señor boticario don Antonio Goríbar, pues, interrogó al lechero sobre la veracidad de aquel rumor.
-Es cierto −le confirmó el lechero−. Los americanos comenzaron a llegar ayer a San Nicolás.
Don Antonio era un buen patriota que amaba a México y sentía pesadumbre por la presencia en territorio nacional del inicuo invasor. Hosco, malhumorado, preguntó al lechero cuál era la conducta de los gringos.
-Vienen portándose muy bien −le informó el hombre−. No roban; no maltratan a nadie; respetan a las personas y sus propiedades. Todo lo que necesitan lo compran y lo pagan muy bien, en oro y al contado. Nada menos ayer llegaron a mi casa, y yo les vendí a como quise leche, huevos, pastura para sus animales y un par de cabritos.
Don Antonio, molesto al escuchar el relato de aquella colaboración con el enemigo, consideraba con irritación lo que el pobre, ingenuo hombre le relataba.
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-Da gusto ver a los americanos −continuó el lechero−. ¡Qué caballos traen! ¡Qué mulas quentoque tan lucias y bien guarnecidas! ¡Qué hileras tan largas de carros nuevecitos, con sus toldos blancos, tiradas cada uno por seis mulas golonas! ¡Qué tiendas de campaña, nuevas también! Cada soldado tiene su catre, y traen cocinas donde les preparan a sus horas las tres comidas diarias. La gente de San Nicolás está muy contenta con la llegada de los americanos, pues todo mundo hace negocio vendiéndoles lo que les hace falta.
-¿Y la Patria? −preguntó con tono severo don Antonio sin poderse ya contener.
-¿La Patria? −repitió desconcertado el tal lechero−. No, don Toñito. A ésa no la vide. Quén sabe ónde andaría.