Saltillo: El padre Roberto
Murió hace años el padre Roberto, en Torreón. En estos días últimos de diciembre, tan propicios a la recordación, quise recordarlo
-¿De modo, hico, que perteneces a la tribu de Isacar?
Con esas palabras recibió don Luis Guízar Barragán, entonces obispo de Saltillo, al padre Roberto García de León cuando llegó a nuestra ciudad. Eso de “la tribu de Isacar” lo decía don Luis porque el joven sacerdote tenía fama de ser muy hábil para obtener donativos, es decir, para sacar dinero que se destinaría a las obras de la Iglesia. Lo de “hico”: es porque así pronunciaba el señor Obispo Guízar la palabra “hijo”.
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Provenía el padre Roberto de una familia acomodada, del Distrito Federal. Fue hijo único. Su padre lo quiso dedicar a una actividad tradicional en su familia: la banca. Lo inscribió, niño aún, en la famosa Escuela Bancaria y Comercial que dirigía don Alejandro Prieto, y luego le consiguió un trabajo de office-boy en uno de los bancos de mayor prestigio.
Pero no era ésa la vocación de Roberto. A él lo llamaba el sacerdocio. Conoció a un misionero del Espíritu Santo, y habló con él de su propósito.
-Vamos a ver cuál es la voluntad de Dios −le dijo el misionero−. Si en el banco te dan permiso de ausentarte un año sin perder tus derechos, eso querrá decir que el Señor te facilita el camino.
Quien así le hablaba era don Felipe Torres Hurtado. Años después también él vendría a Saltillo, y realizaría aquí una intensa labor que muchos frutos dio.
Obtuvo Roberto el permiso del banco, e ingresó en el seminario de Montezuma, la prestigiosa institución de Estados Unidos que los obispos mexicanos promovieron después del cierre de los seminarios con motivo del conflicto religioso. Ahí recibió Roberto García de León el sacramento que lo consagró sacerdote de Cristo.
Quiso ser misionero. Por ese mismo tiempo don Felipe Torres Hurtado, ya con la dignidad de monseñor, se encontraba haciendo labor misional en Baja California. Allá fue a dar el recién ordenado. Se le envió a trabajar con un anciano sacerdote de vida ejemplar, el padre Alfaro, muy dado a las mortificaciones. Llegaba este santo varón a grandes extremos de ascetismo; sus escrúpulos morales eran severísimos. Censuraba las cartas que de su casa recibía Roberto, es decir, las leía él primero. Un día le dijo que no podría ya recibir cartas.
-¿Por qué? −se asombró el joven sacerdote.
-Porque ponen en peligro la salvación de tu alma. En la última carta te dicen tus padres que fueron a una peregrinación donde participaron “indias vestidas con los hermosos vestidos de su tierra”. Eso puede inspirarte malos pensamientos. Mejor será que ya no te escriban.
En otra ocasión el padre García de León limpió con creolina el piso de su habitación, pues había pulgas. El padre Alfaro le dijo que esa era una vanidad mundana que no le podía permitir. ¡Y todo eso sucedía en Tijuana!
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Tiempo después monseñor Torres Hurtado le habló al padre Roberto de una ciudad pequeña llamada Saltillo donde había muchas cosas que hacer. Vino, y fue bien recibido por los saltillenses. Fue el padre Roberto quien empezó la construcción del Templo de Fátima, en la colonia República, con el convento adjunto para las Madres Capuchinas. Fundó también el CEES, Círculo de Estudiantes y Empleados de Saltillo, por la calle de Victoria, llegando casi a Purcell. Ahí nos reuníamos los muchachos y muchachas de aquel tiempo a jugar ping-pong, tomarnos una Coca y oír en la radiola las canciones de moda.
Murió hace años el padre Roberto, en Torreón. En estos días últimos de diciembre, tan propicios a la recordación, quise recordarlo. Ese recuerdo es de gratitud, buen sentimiento para el fin del año.