Saltillo: Homenaje a Julián Herbert, entre gastronomía y tradición familiar
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“Vendo huevos” –le dijo a Pirulina el campesino que llevó su mercancía a la ciudad–. Acotó ella: “Ha de tener usted poco trabajo, señor. Hasta ahora no me ha tocado ver a ningún hombre que los traiga vendados”... El viajero visitó un remoto país, y fue invitado a visitar la Sala de Justicia. En ella vio algo que le llamó mucho la atención: una pequeña guillotina como de juguete. A su mirada de interrogación contestó el guía: “No es un juguete. Lo que pasa es que aquí no decapitamos a los violadores”... La mesa del vasto comedor de la casona saltillera que fue de mis ancestros puede acomodar cómodamente a veinte comensales. Sucede que mi abuelo, don Mariano Fuentes Narro, enviudó joven y no volvió a tomar estado, pero hacía que todas las tardes sus hijos, nueras, nietos y ocasionales parientes visitantes fueran a compartir con él la merienda de chocolate con pan de pulque y repostería variada. Azares de la vida –más bien de la muerte– pusieron en mis manos esa centenaria finca convertida hoy en museo, teatro de cámara y radiodifusora cultural. La amada eterna continuó la tradición de la gastronomía casera. Sus guisos eran en verdad insignes. Una mañana preparó un menudo que merecía bien el calificativo de pontifical. Uno de los invitados le dio el primer cucharazo y exclamó luego, arrobado: “¡Carajo! ¡Qué lástima no andar crudo!”. Ahora es mi adorada hija Luly, heredera de todas las cualidades de su madre y de ninguno de los defectos de su padre, la encargada de seguir ofreciendo esos convivios en los cuales privan las sabrosas viandas y las conversaciones más sabrosas todavía. Cada mes nos reunimos con el alcalde saltillense, José María Fraustro Siller, y con su directora de Cultura, Leticia Rodarte, para homenajear a una persona que con su vida y su trabajo haya hecho mejor la comunidad en que vivimos, y enriquecido la prosapia de ciudad culta de que Saltillo goza. Se le entrega una placa, pero antes disfrutamos con su familia y sus amigos los goces de la mesa y de la charla. Suele decir el ingeniero Fraustro: “La música de Radio Concierto es excelente, pero lo mejor es su cocina”. Hace unos días rendimos homenaje a Julián Herbert, destacadísimo escritor. Su novela “Canción de Tumba” es una de las obras cumbres de la moderna literatura mexicana. Originario de Acapulco, este artista de múltiples talentos escogió a Saltillo como lugar para vivir, o sea para escribir, y como sitio para escribir, o sea para vivir. La ciudad ha reconocido su valía y lo ha hecho suyo. Nuestra casa se honró al recibirlo, y las palabras que el alcalde dijo al entregarle la presea “Profeta en su tierra” sirvieron para expresar que Saltillo es ya la tierra de este hombre de libros cuya fama ha trascendido las fronteras de nuestro país. Yo le agradezco a Julián Herbert sus novelas, sus cuentos, su poesía, sus ensayos, sus crónicas, su música; el magisterio que entrega a las nuevas generaciones de escritores. Quiero decir que le agradezco que sea Julián Herbert. Y les doy gracias a él, a Chema Fraustro, a Lety Rodarte y a Luly, mi hija preciosa, porque este día me dieron un buen motivo para no hablar de los muchos males que afligen hoy por hoy a nuestro pobre país. Y lo que te rondaré, morena, como dicen los españoles para significar que todavía faltan más... El explorador y su esposa iban por lo más denso de la jungla cuando de súbito salió de entre los matorrales un enorme gorila que tomó a la mujer en sus membrudos brazos y se dispuso a internarse con ella en la espesura. “¿Qué hago, Burtonio? –clamó la mujer, desesperada–. ¿Qué hago?”. Le gritó el explorador: “¡Dile que te duele la cabeza!”... FIN.
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