Saludo vulcano para un amigo y maestro
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Hay que ser muy necio o muy optimista para pararse frente a 45 jóvenes en su peor edad y tratar de enseñarles a escribir con el rigor y estilo del canon periodístico, con la esperanza de que dos o tres se logren en el oficio. Uno de esos necios positivos fue, para fortuna mía y la de mis compañeros, Felipe Rodríguez, quien tendría entonces alrededor de 30 años (hoy debe estar doblando esa edad). Siempre que le recuerdo que fue mi maestro en la Escuela de Ciencias de la Comunicación responde con su habitual buen humor: “Sí, pero ya pedí perdón por ello”.
La verdad es que como grupo le hicimos ver su suerte porque, como ya le dije, estábamos en ese punto engreído y altanero con que hacemos la transición a la vida adulta, que es la que finalmente nos baja las ínfulas a punta de chingadazos (pero no estamos hablando de eso).
Felipe no perdía la templanza ni la compostura, todavía no me explico de qué manera lo hacía. O practicaba meditación con los monjes tibetanos o se iba bien pacheco a dar clases (cosa que es improbable porque los monjes tibetanos no estaban aceptando alumnos de nuevo ingreso por aquellos años).
Aún así, se las ingeniaba para darnos los rudimentos de la escritura al servicio del periodismo y, con una buena dosis de paciencia adicional, revisar los textos de los estudiantes que, yo supongo, constituye una de las imaginativas formas con que se tortura a las almas de los peores apóstatas en el averno.
En cambio, Felipe, con temperamento monacal, casi franciscano, nos devolvía nuestros horrendos galimatías con las pertinentes observaciones, sin incurrir en frases como “¡mejor arrójate de un puente!”, que bien ganadas nos las teníamos. En cambio, trató en todo momento de rescatar lo mejor de cada pesadilla de discípulo.
Volvimos a coincidir Felipe y yo en las salas de redacción, donde él se desempeñó con eficiencia admirable. Pasa que cuando se es honesto amigo de las letras, como lo es Felipe, la edición diaria no tiene porque resultar intimidante.
Y Felipe no sólo consume letras, sino que también las produce, dentro y fuera de los géneros periodísticos, así que conoce perfectamente las reglas que rigen a uno y otro universo.
Aunque siempre estuve subordinado a la figura de Felipe, primero como maestro, luego como editor o jefe de redacción, el trato siempre ha sido de camaradería; y no conmigo en lo particular, sino con cualquiera que tiene la suerte de hacer equipo con él.
Bajo sus órdenes, hay mucho trabajo, como es natural en una sala de redacción y edición, pero aderezado con chascarrillos, su amplio bagaje cultural y buenos consejos que aligeran el ambiente hasta en los días más extenuantes, cuando el flujo informativo exige dar el 110 por ciento.
Es bajo presión que Felipe vuelve a echar mano de aquel temple de Jedi que le ayudó a sobrevivir como docente. Aunque tengo entendido que él es más partidario de Star Trek, por lo que su serenidad es más bien virtud vulcana, digna del señor Spock.
Al visitar su estación de trabajo uno se enteraba en automático de cuál era la verdadera pasión en la vida de Felipe; por encima de las letras, del periodismo, de la ciencia ficción o de cualquier otra vocación que se me escape, estaba su familia. Siempre decorando su entorno, la infaltable fotografía de su amada Socorro con su hermosa prole ablandaba hasta al más cínico (yo por ejemplo).
A Felipe le solíamos ver en la sala de redacción hasta hace no mucho, cubriendo los turnos más ingratos y los de mayor responsabilidad, coordinando el cierre de la edición del día siguiente.
Por desgracia, su salud se ha ido deteriorando y terminó relevándolo de los ingratos pero adictivos menesteres que la elaboración de un matutino implica.
Luego vino la pandemia, así que el grupo de colegas tiene más de dos años que no sesiona en aquel viejo bar que nos recibía de madrugada, luego del cierre de la portada. No nos hemos visto desde entonces, pero estoy seguro de que Felipe se mantiene, en la medida de lo posible, entregado a sus actividades más gratificantes.
Hoy es un buen día, pues podré darle un abrazo a mi maestro, colega y amigo, en la misma redacción donde intercambiamos impresiones sobre esto y aquello, y donde pacientemente esperó la dilatada llegada de mi colaboración, pues VANGUARDIA ha decidido celebrar y homenajear su carrera y aportación a esta casa editorial, nombrando en su honor al centro informativo de este periódico.
No es poca cosa, la mesa central donde se toman las decisiones más importantes y se perfila la información que se pone a consideración de una ciudadanía cada vez más amplia y demandante, llevará en adelante el nombre de nuestro buen amigo Felipe Rodríguez Maldonado. ¡Enhorabuena, Felipe!
Aunque espero poder decírselo más tarde de manera personal, he de agradecerle especialmente que haya sido él quien revisó mi primer artículo editorial, que hice como su estudiante, y que me haya dado una buena nota, la cual me dio la confianza para convertirme, años más tarde, en el opinador que usted hace el favor de leer hoy. Y es que esa era precisamente la materia que Felipe nos impartió aquel año: Columna y Géneros de Opinión.
¡Así que, gracias, Felipe, nuevamente felicidades y, como dice el señor Spock: “Larga vida y prosperidad”!