Don José García Rodríguez tiene un relato delicioso. Habla en él de una pareja de casados que por la dejadez y borracheras del marido llegaron al último grado de la necesidad. Sin tener ya ni para las tortillas del siguiente día imaginaron un modo de sacar dinero: él se fingiría muerto, y ella lo velaría en el misérrimo aposento donde vivían. Se acostumbraba en los barrios pobres de Saltillo que los vecinos dejaran algunas monedas junto al difunto a fin de ayudar a los gastos de su entierro. Tal dinerito sería la ganancia de aquella simulación. Con eso tendrían para comer algunos días.
Así, pusieron un petate en el suelo y ahí se acostó el holgazán, cosa que no le costó mayor trabajo, pues estar acostado era su principal actividad. Sólo se levantaba para ir a la cantina. Su mujer le amarró un trapo en las quijadas, como se hacía con los muertos, puso una vela de cebo a los pies del fingido cadáver, abrió la puerta de la calle y se sentó en una silla de tule -la única que tenían- a esperar a los dolientes.
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El primero que llegó fue un compadre del beodo, igual de briago que él. Por casualidad pasó por ahí y vio muerto tendido.
-¡Válgame Dios, comadrita! -exclamó con pesar al enterarse del inventado tránsito-. ¿Pos de qué murió mi compadre?
No habían pensado los esposos en una explicación plausible para justificar aquella muerte súbita, de modo que la supuesta viuda dijo lo primero que se le ocurrió:
-Murió de un dolor de muelas.
Hizo un despreciativo ademán el borrachín y declaró, solemne:
-Pos se necesita ser muy pendejo para morirse de un dolor de muelas.
Oyó aquello el difunto, se enderezó y le espetó, furioso, al visitante:
-¡Oiga, compadre! ¡Cada quién se muere de lo que le da su chingada gana!
Recordé la sabrosa historieta de don Pepe al enterarme de la forma en que murió Enrique Jardiel Poncela, escritor favorito de nuestra adolescencia. ¡Cuántas horas pasé con Óscar Reynoso, mi vecino del callejón del Caracol, comentando los libros de aquel humorista español que entonces nos parecía tan audaz! Una de sus novelas la dedicó “A Dios, que me es muy simpático”.
Jardiel Poncela no tragaba a los ingleses. Algún motivo de odio tenía contra ellos -quizá el asunto aquel de la Armada Invencible, o lo de Gibraltar-, el caso es que no podía ver ni en pintura a los británicos. Aprovechaba todas las ocasiones que se le presentaban para decir terribles cosas de ellos; siempre los ponía como palo de gallinero, jaula de perico, lazo de cochino o trepadero de mapache.
Cierto día enfermó Jardiel, y cayó en cama. Su médico le dijo que su enfermedad -al parecer una neumonía- era de cuidado, pero que con unas cuantas inyecciones de penicilina el peligro se podía conjurar.
-¿Qué es eso de penicilina? -preguntó el humorista, suspicaz.
-Es un descubrimiento médico reciente -le explicó el doctor-. Un remedio milagroso debido al genio de Alexander Fleming.
-Me suena a inglés el nombre -manifestó el enfermo con recelo.
-Y lo es -confirmó el enfermo-. De Inglaterra nos vino esa prodigiosa medicina.
-Entonces no me la dé usted -bufó Poncela-. Prefiero morir antes que deberle la vida a un inglés.
Y se murió.
Esto sucedió en 1952. Jardiel tenía 51 años de edad.